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El asesinato de Miguel Uribe, ¿será otro sacrificio inútil como tantos otros magnicidios cometidos en Colombia?
Por Alberto Velásquez Martínez - opinion@elcolombiano.com.co
El asesinato de Miguel Uribe es el sablazo contra la convivencia política nacional. La protocolización de la degradación del debate ideológico. Los discursos explosivos de rabia, salidos de las gargantas de los inquilinos de la Casa de Nariño, producen esa cosecha amarga. Ya una violencia política como la de los años 40 y 50 del siglo XX no se acuna para irradiarla en las arengas del Congreso de la República, sino en las plazas y calles, en donde los odios exacerbados encuentran sus mejores almácigos. Miguel Uribe, como lo decía, ¿acaso premonitoriamente? En El Colombiano Lidio García, presidente del Congreso, “no es el único que está en la lista. En verdad da miedo lo que viene”.
Colombia es un país intimidado por la violencia política. Está de nuevo presente, como lo estuvo en los años aciagos de los años noventa del siglo pasado, para evitar que llegaran a la Jefatura del Estado los mejores. Esta es una nación políticamente desvertebrada, sin brújula, sin dirección. Reconciliarla es una ardua tarea. Parecería que estuviéramos condenados a seguir llenando el país de banderas a media asta. A escuchar más honras fúnebres y cantos de réquiem. A contemplar festones negros, lamentaciones, notas de pésames, pronunciamientos metafóricos, almibaradas, elegías a los muertos. A multiplicar decretos para honrar la memoria de los caídos. Y, como siempre, “que todo cambie para que nada cambie”. Seguiremos alargando con literatura de muerte la paradoja gatopardista del Príncipe de Lampedusa.
La muerte de Miguel Uribe —quien posiblemente habría intuido su asesinato cuando, antes de los disparos que segaron su vida, exclamara que “nos están devolviendo a un pasado de violencia que no quisiéramos repetir”— es otra evidencia de que las últimas generaciones colombianas siguen signadas por una barbarie que no da tregua. La situación de orden público es de extrema gravedad. El panorama nacional, desolador. El sur de Colombia, parte del oriente y de los Llanos Orientales están en poder de las llamadas disidencias guerrilleras. Se han fortalecido cobijadas por la fracasada Paz total que, con sus treguas en los procesos negociadores, solo han contribuido a aceitar la máquina de la guerra. De encima se ha reducido la capacidad de inteligencia y la dotación de las Fuerzas Armadas, llevándolas no solo a cambios bruscos sino a la desmoralización. El desplazamiento masivo, los confinamientos, los crímenes contra líderes sociales, 97 en lo que va del año, no han estado ni un día ausente de los titulares de prensa. La extorsión y el microtráfico, según informe de El Tiempo, afectan ciudades como Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla.
De lo más grave, es que expertos en la disciplina de la “violentología” estiman que la percepción de inseguridad ha aumentado la sensación de impunidad. La escenificación del drama en la que los actores armados del conflicto “hacen lo que les da la gana, con la seguridad de que no les pasará nada”, agudiza el escepticismo. El agotamiento del Estado real y social de derecho y sus instituciones jurídicas es perceptible.
El asesinato de Miguel Uribe, ¿será otro sacrificio inútil como tantos otros magnicidios cometidos en Colombia?