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El discurso presidencial convierte cada discrepancia en un campo de batalla ideológico, consolidando una comunidad leal y emocionalmente dependiente del líder.
Por Alberto Sierra - @albertosierrave
Petro no es incompetente. Es peligroso porque ha hecho de la mentira un arte de gobierno y del discurso su arma más efectiva. Lo que muchos llaman desorden, él lo convierte en método; lo que otros ven como improvisación, él lo transforma en estrategia. Su aparente caos no es torpeza: es cálculo.
Lo vemos en su relación con las instituciones. Informes de DeJusticia y de la Fundación Ideas para la Paz han documentado cómo el Gobierno ha tensionado sus vínculos con la Corte Constitucional y la Procuraduría, convirtiendo cada choque en un escenario de confrontación política más que en un ejercicio de control democrático. Estos episodios no responden al temperamento del mandatario, sino a un libreto que ya vimos en Venezuela y Nicaragua: debilitar la independencia de los poderes públicos bajo la retórica de la “defensa del pueblo”.
La improvisación constante, el desprecio por el Congreso y la confrontación con organismos de control configuran un patrón: saturar el sistema hasta que la ciudadanía se acostumbre a que nada funcione. Ese desgaste fue el que permitió a Chávez y a Ortega pasar de presidentes cuestionados a caudillos inamovibles.
A la par, Petro despliega una narrativa de victimización. La más reciente Encuesta de Cultura Política del DANE (2023) muestra que la desaprobación del presidente alcanzó el 64%, mientras su aprobación se mantiene en torno al 32%. Sin embargo, buena parte de su base lo percibe más como víctima de ataques mediáticos que como un mandatario cuestionado por su gestión, lo que refuerza su estrategia de confrontación.
La misma Encuesta de Cultura Política del DANE también refleja el deterioro: desconfianza creciente hacia partidos e instituciones y una percepción de un país políticamente dividido. Esa polarización no es un efecto colateral, sino un instrumento deliberado. El discurso presidencial convierte cada discrepancia en un campo de batalla ideológico, consolidando una comunidad leal y emocionalmente dependiente del líder.
No inventa nada. Repite un guion conocido: utilizar el desgaste institucional y la polarización como mecanismos de permanencia en el poder. Mientras la oposición lo acusa de incapacidad, él convierte cada tropiezo en espectáculo y cada error en combustible para reforzar su relato. Su aparente caos es, en realidad, un orden convertido: un sistema donde la confusión abre camino a la hegemonía.
Subestimar a Petro es un error recurrente en sus adversarios. Lo tildan de torpe, de improvisado, de incapaz de gobernar. Esa lectura cómoda y tranquilizadora pasa por alto lo esencial: no busca ser un buen administrador del Estado, sino transformarlo a su medida. Y lo hace con la sangre fría del que está dispuesto a perder batallas con tal de ganar la guerra.
En un país con instituciones frágiles y contrapesos limitados, la verdadera amenaza no está en la torpeza, sino en un presidente que convierte la confusión en estrategia, la confrontación en método y la mentira en poder.