Pico y Placa Medellín
viernes
3 y 4
3 y 4
El problema de fondo es que el odio no es una postura ideológica: es un método de poder. Y ese método trae consecuencias que suelen llegar tarde a la comprensión colectiva.
Por Daniel Duque Velásquez - @danielduquev
En buena parte del mundo, la política dejó de ser un diálogo entre adversarios para convertirse en una guerra permanente entre enemigos. El odio —convertido en combustible electoral— se ha vuelto la herramienta favorita de los liderazgos populistas que hoy dominan el debate público. Ese tipo de política tiene un costo devastador para las sociedades.
Donald Trump es quizá el ejemplo más evidente. Su discurso no solo ha degradado la democracia estadounidense, sino que hoy amenaza directamente a países como Colombia y Venezuela. Habla sin pudor de “invadir” a estos países y, más recientemente, afirmó haber bombardeado en aguas del Caribe a presuntas “lanchas de narcotraficantes”, aunque nunca ha mostrado una sola prueba. La consecuencia es inmediata y cruel: miles de pescadores —venezolanos, colombianos y de otras islas del Caribe— ahora trabajan con miedo, temiendo que en cualquier momento puedan ser confundidos con criminales y ser atacados. El odio, cuando se eleva a política exterior, siempre tiene impacto en inocentes.
En Argentina, Javier Milei ha construido su capital político a partir de la deshumanización del otro. Gobernar a punta de decretos y acusar a congresistas, sindicalistas, artistas, docentes o periodistas de ser “
parásitos” o “enemigos de la libertad” hace parte de una estrategia que no busca resolver problemas sino aplastar opositores. La motosierra es metáfora y método. Y, como toda retórica de guerra, destruye la posibilidad de acuerdos mínimos para gobernar un país tan complejo.
En Colombia, los extremos tampoco se quedan atrás. Petro y Uribe —tan irreconciliables en sus discursos— comparten, paradójicamente, la misma lógica del antagonismo. Ambos han tenido tintes autoritarios, malestar con el sistema de pesos y contrapesos, ataques frecuentes a la prensa libre y una peligrosa tendencia a deslegitimar a quienes no piensan como ellos. Uno los llama “mafiosos”; el otro los llama “castrochavistas”. La estrategia es idéntica: la política entendida como combate moral, no como competencia democrática.
El problema de fondo es que el odio no es una postura ideológica: es un método de poder. Y ese método trae consecuencias que suelen llegar tarde a la comprensión colectiva. Primero se erosiona la confianza en las instituciones. Luego se justifica restringir libertades civiles “para derrotar al enemigo”. Más tarde, la oposición deja de ser legítima y se convierte en sospechosa. Y, finalmente, cuando queremos reaccionar, ya estamos atrapados en una espiral autoritaria que no empezó con un golpe de Estado, sino con un insulto que aplaudimos.
El costo político del odio es enorme: empobrece el debate, fractura familias y ciudades, bloquea acuerdos fundamentales y convierte cualquier discusión pública en un campo minado. Pero el costo social es aún peor: normaliza que la política se haga gobernando para humillar al otro, no para mejorar la vida de la gente.
La salida existe, pero exige valentía: recuperar la política de las manos de los agitadores, reivindicar el pluralismo y defender sin vergüenza la democracia liberal y sus reglas. La política no tiene por qué ser una guerra. Y si aceptamos que el odio sea la moneda del debate, no nos sorprendamos cuando la democracia termine siendo el precio a pagar.