Por John Saldarriaga
La muerte solo significa “el descanso, la inmovilidad eterna, la nada”. Estas palabras las expresó Fidel Castro cuando no tenía barba, sino apenas un bigote recortado, en una carta a su novia Naty Revuelta. Ahora, él es uno de los habitantes de aquella nada.
Era 1953. El revolucionario era entonces un muchacho de 27 años y estaba en la prisión de la Isla de Pinos, donde pagaba con encierro la osadía de haberse tomado, sin gafas y casi a ciegas, el Cuartel Moncada.
Él, que aludía de esa forma a la muerte, siempre la tuvo cerca. No solo por su actividad guerrillera, en la que se salvó varias veces de irse a “la inmovilidad eterna”; ni por los 638 atentados, entre intentos y consumados, que se planearon para acabar con su vida, los más de ellos desde la CIA, sino porque sus opositores, especialmente cubanos residentes en Miami, desearon tanto su muerte y los periodistas especularon morbosamente con su deceso, que debe tratarse del ser humano que más veces ha muerto. En Twitter murió al menos seis veces. La última, en abril de este año.
El propio Fidel, en la película Comandante, de Oliver Stone, opinaba que la causa de su supervivencia a tantos atentados era que los terroristas eran mercenarios que tenían miedo a morir si ejecutaban el asesinato y no disfrutarían la recompensa.
Como marxista, se obstinó en mantener su vida privada en secreto. En esa doctrina está la tendencia de negar al individuo y privilegiar las instituciones. Además, él decía que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
El placer de hablar
Hijo de un español analfabeta y pobre, Ángel Castro Argiz —quien se enriquecería después, con la producción azucarera—, que había ido a Cuba como soldado del ejército ibérico en las guerras de independencia, a finales del siglo XIX, y de una isleña también analfabeta, descendiente de canarios, Lina Ruz González, Fidel Alejandro fue una mezcla de español y cubano, “uno de los raros cubanos que no cantan ni bailan”, dijo Gabriel García Márquez en el prólogo al libro del periodista italiano Gianni Miná, un volumen de más de 600 páginas en las que se consigna una entrevista de 18 horas hecha por el autor a Fidel.
Sí, 18 horas. Porque Fidel fue siempre el dueño de la desmesura. En todos los ámbitos de la existencia, aunque más en lo que atañía a la conversación. Hablar era lo que más le gustaba y hacía. Con decir que, en el mismo prólogo, Gabo cuenta que un día, ese hombre nacido en Birán, Holguín, antigua provincia de Oriente, el 13 de agosto de 1926, refiriéndose a un visitante suyo, le dijo: “cómo hablará ese hombre, que habla más que yo”. Todos sabemos que sus discursos eran maratónicos, sobre todo en los primeros 30 años de la Revolución. Ocho, nueve horas era el promedio de duración. También sabemos que tras la victoria sobre los ejércitos del dictador Fulgencio Batista, él, que había liderado las fuerzas rebeldes en Santiago de Cuba, se tomó cinco días en llegar a la capital para su entrada triunfal. Iba en un campero, deteniéndose en cuanto pueblo entraba para saludar, conversar y hasta para hacer discursos. Tenía entonces 32 años.
Desmesura había en su estilo de vida. Por eso, como el día era tan corto para cuanto debía hacer, no dormía como casi todo el mundo, por la noche, sino a retazos, nunca más de tres horas y casi nunca se iba a descansar antes de las cuatro de la madrugada. Consciente de que por cada hora de sueño se perdía de sesenta minutos de vida, cualquier cosa podía desviar sus pasos de los brazos de Morfeo. En las horas previas a la salida del Sol bien podía atender una entrevista o leer. Le resultaban apropiados tales momentos para salir por las calles de La Habana, a bordo del Mercedes Benz presidencial equipado con buena luz para leer, en busca de algún amigo o para ir a pescar langostas, según el autor de El otoño del patriarca, o de alguna amiga para ir a pescar un buen rato.
Desmesurado en el comer. Con un apetito de talla grande, ese hombre alto, robusto, era coleccionista de recetas de cocina y aficionado a prepararlas él mismo. Y disfrutaba comiendo langosta, espaguetis, pargo rojo a la parrilla y quesos. Como buen hijo de español gozaba con el vino tinto.
Amor y otras ironías
Desmesurado en cuestiones del amor, este aspecto requiere mención especial. Se le conocieron muchas novias y amantes. Mirta Díaz-Balart, la única mujer con quien se casó, en el mismo año en que vino por primera vez a Colombia, 1948, y con quien tuvo a su hijo mayor: Fidel Félix, encargado, por muchos años, del programa nuclear de Cuba y muy activo en el caso de reclamación del balserito Elián González por parte del papá; la apasionada Naty Revuelta, sensual y temperamental mujer de alta sociedad y con quien tuvo una hija, Lina; Marita Lorenz, una amante que, cuando dejó de serlo, fue contratada para que lo envenenara, pero no fue capaz; Isabel Custodio; Gloria Gaitán, su amiga en Bogotá; Dalia, la misteriosa mujer de Trinidad que le dio cinco hijos... y Celia Sánchez, su secretaria, con quien nunca se supo oficialmente si tuvo un romance, pero cuya muerte, en 1980, fue un puñal clavado para siempre en el corazón del revolucionario, por más que muchos creyeran que no tenía sentimientos.
Pero para demostrar más la desmesura en este tema, digamos que en 2002 le confesó a la periodista venezolana Nicole Mischel —a quien atendió después de las dos de una madrugada, por cierto—, que tuvo su primera relación sexual a los siete años, en el campo, con una mujer mayor que él. Justificó su precocidad señalando que cuando uno está en contacto con la Naturaleza, los sentidos se excitan fácilmente.
Pero el romanticismo de su verbo también parecía mantener excitado. Se veía en las cartas, escritas con un fino uso del lenguaje. En una que le escribió a la misma Naty Revuelta, le dijo, por ejemplo: “hay cosas duraderas, a pesar de las miserias de esta vida; hay cosas eternas, cual las impresiones que de ti tengo, tan imborrables, que me acompañan hasta la tumba”. Y en otro de los apartes, la halagó así: “leyéndote se reafirma mi convicción de que ha sido sumamente generosa la naturaleza contigo en alma e inteligencia. Sin olvidar para nada las formas no espirituales”.
Algunos cubanos dicen que Fidel tuvo 10 hijos. Otros, que 14. También hay quienes afirman que tuvo el mismo número que el de las provincias cubanas, 15, aunque no uno en cada una de ellas.
Así pues, no deja de ser irónico que a él, campeón en la tozudez de mantener oculta su vida privada, le haya sucedió lo mismo que a los demás líderes marxistas: muchas cosas se supieron, aunque las más de ellas, desdibujadas o envueltas en mito.
Porque así como la desmesura, al Comandante también lo acompañó la ironía. ¿Cómo, si no de esta manera, se puede llamar al hecho de que tuviera que dejar el tabaco antes de los años ochenta, si su imagen de fumador era la mejor publicidad para un producto del cual la isla derivaba el sustento, después del azúcar? Tampoco tiene otro nombre que ese país al cual odió con fuerza, Estados Unidos, fuera del que más estuviera enterado. Fue en Nueva York donde pasó su luna de miel, 11 años antes del triunfo de la Revolución. En ese viaje estuvo tentado a inscribirse en la Universidad de Harvard.
Y qué decir de este suceso anómalo: la suerte no quiso que se diera su cita con Jorge Eliécer Gaitán, con quien debía encontrarse a nombre de la Federación Estudiantil Universitaria de su país, pues esa misma tarde asesinaron al caudillo colombiano.
Irónico resulta que él, dueño de una imagen de hombre beligerante, hubiera recibido tantos premios de paz, como la Medalla de Oro, Medalla Héroe Mundial de la Solidaridad, y el Olivo de la Paz, las tres entregadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 2009 las dos primeras y en 2011 la tercera.
O que el hotel mexicano en el cual él y los otros líderes planearon la Revolución, se llamaba Imperial.
Pero, por más que se sepan datos, queda la sensación de que la periodista norteamericana Georgie Geyer, autora de una biografía psicológica de este líder tuvo razón al menos en una cosa: nadie conoce a Fidel; “el revolucionario idolatrado por las masas es un enigma”.