El mediodía en el Jardín Botánico de Medellín tiene una luz distinta. El aire huele a tierra recién regada y a caléndulas que parecen multiplicarse entre los pasillos. Al fondo, una estructura anaranjada y amarilla interrumpe el verde constante del lugar. Está hecha de flores, hojas y madera. Desde lejos podría confundirse con una escultura, pero basta acercarse para entender que es otra cosa: un altar que florece para recordar.
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Se trata de una instalación temporal, inaugurada este primero de noviembre, e inspirada en el Día de los Muertos, esa celebración mexicana que convirtió la pérdida en gratitud y el duelo en color. En Medellín, la iniciativa adquiere un tono propio, pues es un llamado a mirar de frente lo que desaparece, tanto en la vida humana como en la naturaleza.
Por eso, entre las flores reposan retratos y herbarios. Los nombres son conocidos por quienes alguna vez estudiaron la botánica colombiana, ya que estos personajes dedicaron su vida a comprender la flora del país: Joaquín Antonio Uribe, José Jerónimo Triana, Francisco José de Caldas, María Teresa Murillo, Enrique Pérez Arbeláez y Andrés Posada Arango. Cerca de ellos aparecen tres rostros más recientes, el de William de Jesús Palacio, John Nicolás Holguín y Didiel Antonio Mazo, colaboradores del lugar que partieron en los últimos años.
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La escena no busca nostalgia. En cambio, propone una conversación entre memoria y conservación. “La idea de este primer jardín efímero nace de la posibilidad que tenemos los jardines botánicos de hablar de diferentes maneras de la biodiversidad, con el fin de conocerla mejor y generar reflexión acerca de su conservación”, explica Claudia Lucía García Orjuela, directora ejecutiva del Jardín Botánico de Medellín.
La instalación no tiene velas ni papel picado, tiene símbolos. Cada flor fue seleccionada por su color, textura y significado. Las caléndulas, por ejemplo, asociadas a la remembranza en toda América Latina, se mezclan con especies nativas que crecen en las laderas de Antioquia.
Más allá de la emoción visual, el proyecto invita a detenerse en otro tipo de desapariciones: las que ocurren en silencio. En una sección del altar, dos plantas destacan por lo que representan: la Zamia restrepoi y la Brugmansia suaveolens, especies clasificadas como extintas en la naturaleza. “Queremos que las personas entiendan que cuando se acaba una especie no solo estamos hablando de una flor que ya no encontramos, estamos hablando de una red de relaciones que se rompe: los polinizadores, la fauna visitante, todo un equilibrio que desaparece con ella”, dice García Orjuela.
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La instalación parece sencilla aunque su mensaje es contundente. Lo efímero, lo que dura poco, se vuelve símbolo de responsabilidad. Las flores que adornan el altar no fueron cortadas para morir allí; muchas están sembradas en materas que luego se trasladarán a otros espacios del Jardín. Cada visitante, sin saberlo, camina entre ciclos de vida que continúan después de la exhibición.
El recorrido termina con una pregunta escrita sobre una lámina de madera: ¿Cómo queremos ser recordados? No busca una respuesta inmediata, busca dejar una inquietud clara: cuidar la naturaleza es una forma de permanencia. “Cada uno tiene un rol en la conservación. Esos esfuerzos individuales forman un colectivo que nos permite reconocernos en nuestras especies y protegerlas con compromiso hacia las generaciones futuras”, agrega la directora.
La muestra encaja en la vocación del Jardín de hablar desde la emoción y la belleza. En lugar de cifras o advertencias, apuesta por la experiencia sensorial: los colores intensos, el sonido del agua cercana, el olor de las flores al mediodía. “Para aprender hay que disfrutar, y tener una exhibición estéticamente agradable es otra forma de conversar con nuestros públicos”, explica García Orjuela. Y esa es quizá, la síntesis de todo el proyecto: la educación ambiental no solo necesita datos sino belleza.
El jardín efímero permanecerá abierto por dos semanas, y el ingreso, como siempre, es gratuito.