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Las maromas de los paisas para poder mercar

La carestía de la comida golpea sin discriminación a toda la ciudad. Hay barrios donde ya no se venden frijoles, y donde la carne desapareció por completo y la remplazó el salchichón.

  • En los bajos del metro entre Prado y Parque Berrío, vendedores ambulantes, recicladores, prostitutas, desplazados y habitantes de calle almuerzan por $2.000. FOTOS JULIO CÉSAR HERRERA
    En los bajos del metro entre Prado y Parque Berrío, vendedores ambulantes, recicladores, prostitutas, desplazados y habitantes de calle almuerzan por $2.000. FOTOS JULIO CÉSAR HERRERA
  • Las maromas de los paisas para poder mercar
  • Las maromas de los paisas para poder mercar
  • La carne de res y los cortes finos del cerdo escasean en los hogares. FOTO julio césar herrera
    La carne de res y los cortes finos del cerdo escasean en los hogares. FOTO julio césar herrera
Las maromas de los paisas para poder mercar
04 de marzo de 2023
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En la última de las tiendas de Bello Oriente, el barrio más alto y más lejos de Medellín, ya no venden frijoles ni lentejas porque no hay quien las compre. Solo huevos, arepas, arroz, aceite, leche, mecato y cervezas.

Bello Oriente queda al fondo de la comuna 3, Manrique, donde termina el nororiente de la ciudad. Para llegar hasta allá hay que coger el bus 057 en la estación Hospital del metro. Durante la hora que dura el recorrido, el conductor nunca alcanza a meter el tercer cambio. También se puede llegar en Metrocable, sin embargo, desde la última estación, Santo Domingo, todavía falta mucho por subir. En la mitad del camino ya aparecen panorámicas de todo el Valle de Aburrá que parecieran abarcarlo todo.

A la una de la tarde de un martes, Ángela Castañeda está en la sede de la Fundación Caminos —una de las principales organizaciones sociales del barrio— recibiendo un taller sobre estrategias para conservar semillas de alimentos durante varios meses. Ángela vive con su esposo, que vende BonIce en el centro de Medellín y que se gana entre $5.000 y $6.000 pesos diarios, y sus dos hijos pequeños que van al colegio del barrio. A su esposo y a sus hijos les dio una arepa y una vaso de aguapanela en la mañana. Ella sigue en ayunas.

Solo cuando no llueve y a su esposo le va bien, o cuando la llaman para limpiar alguna casa, compra una libra de arroz y un molipollo, que es un embutido que compra a $5.000 la libra en cualquiera de las carnicerías del barrio. Con eso almuerzan todos en la casa durante una semana. Por limpiar una casa Ángela cobra entre $8.000 y $10.000, dependiendo de qué tan generosa esté la patrona.

En barrios como Bello Oriente, la gente no se muere de hambre gracias a los vecinos. Hasta los barrios más periféricos también llegaron los almacenes de cadena de precios “bajos” que han dejado viendo un chispero a los tenderos por más de que tengan la ventaja del fiao. En Medellín ya no quedan tiendas donde vendan un pocillo de arroz, o media bolsita de aceite. Quedan, por suerte, los vecinos que regalan.

De acuerdo a la última encuesta publicada por la veeduría Medellín Como Vamos esta semana, en Medellín, el 24% de las familias de la ciudad comió menos de tres veces al día por falta de alimentos. En la zona nororiental, donde vive Ángela, el porcentaje es de 36%. Por cada dos hogares en los que se come tres veces al día hay uno en el que no.

Según el DANE, en Medellín hay más o menos 800.000 familias, es decir que son casi 200.000 las casas en las que, como donde Ángela, el despertador suena casi al mediodía para ahorrarse lo del desayuno. Es la peor cifra en 17 años. Sin embargo, hace un año el 31% de las personas consideraban que eran pobres y ahora esa cifra bajó hacia el 22%.

En el 2011, el porcentaje de familias que aguantaba hambre en Medellín era del 7%. La cifra se ha triplicado en menos de 10 años mientras que los recursos destinados por la Alcaldía para programas relacionados con seguridad y soberanía alimentaria han crecido casi el 50% desde el 2018.

Por ejemplo, desde la llegada de la administración de Daniel Quintero, el Programa de Alimentación Escolar (PAE) ha recibido más de $60.000 millones nuevos de inversión, pero no ha dejado de recibir denuncias por la mala calidad de los alimentos, el alza en los precios y dudosos procesos de contratación con los operadores. De hecho, por cuenta de un contrato del PAE es que la Fiscalía envió a casa por cárcel a la exsecretaria de educación Alexandra Agudelo y a la exdirectora técnica de Buen Comienzo, Lina Gil.

Pero no todos los programas sociales de alimentación y nutrición han tenido la misma buena suerte del PAE en cuanto a recibir más plata. Por ejemplo, para este año, el rubro de apoyo nutricional para la primera infancia y madres gestantes y lactantes fue solo de $10.000 millones, cuando el año pasado fue de $20.000 millones.

En esta administración también se eliminó la inversión en los comedores alimentarios para personas mayores, que en el 2020 recibieron más de $5.000 millones de presupuesto. También desapareció el dinero que había hasta el 2020 para la implementación de huertas como estrategia de seguridad alimentaria y para el desarrollo de sistemas alimentarios sostenibles, especialmente en las zonas rurales.

Pero las cosas no paran ahí, las encuestas y los datos revelan más: en diciembre del año pasado, el 40% de los medellinenses encuestados por el DANE dijeron que la situación económica de su hogar era peor o mucho peor comparada con la de un año antes. El 70% dijo que, comparado con el año anterior, tenía menos posibilidades de comprar ropa, zapatos o alimentos.

La mayoría de los encuestados también respondió que no creía que este año tuviera mayores posibilidades de ahorro o de salir de vacaciones.

Ayer se publicó el dato de la inflación de febrero: 13,28% en los últimos doce meses. El alza de precios más alta desde marzo de 1999, cuando fue de 13,51%. Pero la cifra del alza de los precios de los alimentos es todavía más preocupante: 24,14% en el último año. La leche ha subido el 34%: una bolsa que hace un año costaba $2.700, ahora cuesta $3.600. Pero el salario mínimo apenas subió el 16% y el desempleo en el último año apenas ha bajado un punto porcentual y está por encima del 13%.

No hay tienda o supermercado en Medellín en el que los clientes no se quejen porque la plata del mercado ya solo les alcanza para comprar la mitad de lo planeado.

El único rincón de la ciudad que parece detenido en el tiempo e inmune a las cifras del DANE queda en el centro del Medellín, entre las estaciones Prado y Parque Berrío del metro. Adentro de ese mercado de pulgas, recicladores, prostitutas, barberos, fruteros y habitantes de calle se consiguen desde aguacates hasta ropa, televisores, creepy, “rocas” o “esóticos”, y también se consiguen almuerzos de $2.000.

El más famoso es el restaurante de Gerardo, que empezó a vender almuerzos baratos en 1998 por $1.000 y todos los días incluía frijoles. En 24 años el precio apenas se ha duplicado, pero ahora los frijoles se ven apenas una vez a la semana.

El local es pequeño. Al fondo está la cocina donde trabajan su esposa y una empleada. Su esposa porciona el hígado de cerdo que consigue en La Minorista por $700 la libra y lo tira al aceite. No hay música ni televisor, el único sonido que acompaña el almuerzo es el del aceite caliente.

Apenas hay dos mesas y un mesón pegado a la pared en el que hay puesto para 6 personas. En total hay espacio para 14, pero casi nunca hay fila. La atención es rápida y aunque el plato es grande se desocupa rápido. El hambre no da espera.

Por $2.000, en el restaurante de Gerardo y su esposa sirven un plato de arroz, una porción de hígado y otra de salchichón frito, un huevo, una porción de arvejas guisadas y un “Tutti frutti” que se disuelve en baldes enormes con agua.

Gerardo abre a las 5 de la mañana y cierra a las 10 de la noche. Trabaja de lunes a domingo. Con el negocio no se ha hecho rico pero gracias a él construyó la casa en la que vive y sacó de la pobreza a su familia. Incluso una de sus hijas es profesional. Entre los servicios y el arriendo del local se gasta casi $3.000.000 al mes, pero le alcanza porque a pesar del precio irrisorio de sus platos, vende en cantidades industriales: casi 500 platos diarios.

Copiando el exitoso modelo de negocio, en medio del mercado, techado por los rieles del tren, está el local de Albeiro. Entre dos barberías al aire libre donde el corte vale $10.000, Albeiro vende desde hace 8 años cazuelas de frijoles con garra, chicharrón, arroz y huevo a $2.000, $3.000 y $4.000. La bebida es limonada caliente.

El precio depende del tamaño. Se sirve en plato de icopor, pero, a diferencia de donde Gerardo, no está recién hecho. Albeiro madruga a cocinar los frijoles y el arroz en una cocina que le alquilan a unas cuadras del local donde atiende a sus clientes en sillas plásticas rajadas por la mitad y separadas del mundo exterior por telas como de hamacas o de cobijas.

Albeiro no merca en La Minorista, pues dice que es muy caro. Compra los ingredientes en un supermercado de la Calle Bolívar, una cuadra antes de la Plaza de Botero. Ahí, se consigue una libra de arroz por $1.800, una de frijol por $4.000, una bolsa de leche por $2.700 y una canasta de 30 huevos tipo A a $15.600. Una botella de 900 ml de aceite cuesta 8.600 y el salchichón más barato $3.800. Esos seis productos, básicos y mínimos de cualquier mercado del diario en Medellín, cuesta, cuando menos, $36.000.

En el 2007, el escritor bogotano Andrés Felipe Solano se vino a vivir seis meses a Medellín como bodeguero, quería saber cómo era vivir con el salario mínimo de ese entonces. De esa experiencia escribió una crónica inmejorable. Consiguió una habitación en una casa de familia donde por $250.000 además del arriendo le incluían las tres comidas del día y la lavada y la planchada de ropa.

Quince años después, con esa plata solo alcanza para que dos personas en Medellín coman mal y poquito durante un mes. Sin arriendo, sin planchada ni lavada de ropa.

La comida está cara en todas partes. La diferencia de un mercado básico en un supermercado en Belencito, en San Javier, y de uno en San Lucas, en El Poblado, es de apenas $2.000, lo que cuesta el almuerzo donde Gerardo. Los almacenes de cadena han logrado distribuir por toda la ciudad los mismos productos y a los mismos precios. En San Lucas también se consigue la libra de arroz de $2.200 que se consigue en San Javier. Sin embargo, según Medellín Como Vamos, en los estratos 1 y 2 el 30% de las familias comen menos de 3 veces al día, y en los estratos 5 y 6 la cifra es un nada despreciable 10%.

Pero hay un par de productos esenciales que en los barrios más marginales y de menores ingresos se venden caros y no por culpa de la inflación: los huevos y las arepas en las comunas periféricas de Medellín se le tienen que comprar a las bandas criminales que son las que ponen los precios y las vacunas. Un supermercado en Castilla paga $20.000 semanales por los “servicios de seguridad” que prestan los “muchachos de la vuelta” y una tienda pequeña en San Javier paga $10.000 cada ocho días por el mismo concepto.

Comprar huevos y arepas de otros proveedores diferentes a las bandas implica una multa para el dueño del negocio de hasta $10.000.000.

Los dueños de las tiendas y los administradores de los supermercados coinciden en que a pesar del alza en los precios sus ventas se han mantenido constantes. “Vendemos lo mismo que antes pero ahora la gente se lleva la mitad de los productos o lleva productos de menor calidad. Pero la gente no va a dejar de comprar comida”.

El término económico que explica que el gasto en comida se mantenga a pesar del alza de los precios se llama elasticidad. La elasticidad es la sensibilidad de un producto a su precio de venta. Significa cuanto cambia la demanda de un producto de acuerdo a qué tanto suba o baje su precio. Los alimentos y los bienes de primera necesidad son, por supuesto, los más elásticos. Por eso es que una inflación jalonada principalmente por los precios de los alimentos afecta a todos los hogares sin importar su nivel de ingresos, pero con más fuerza a los más pobres donde la plata alcanza para la comida y poco más.

Entre los alimentos más sacrificados del mercado están “los de lujo”: la leche en polvo, el Milo, el Chocolisto, el pescado, la carne de res, las carnes frías. Otros productos que antes eran de la categoría de esenciales subieron de estrato: el aceite que subió más del 50% cada vez se vende en frascos más pequeños y la sección de frutas y verduras se redujo al tomate, la cebolla, el plátano y el banano. El mango, la granadilla, las fresas, los aguacates, se volvieron cosas de extravagantes en varios barrios de Medellín.

El chicharrón carnudo y los frijoles pasan por la peor de sus crisis desde que empezaron su matrimonio a mediados del Siglo XIX en una montaña entre Antioquia y Caldas. Dicen los carniceros que al frijol se le ve cada vez más cercano a la garra, a las paticas de cerdo y al chicharrón de papada, que es más grasa que carne. Y todo por cuestión de plata.

La última vez que José Gregorio Peralta y su esposa Moraime Virguez comieron carne fue el pasado viernes. Él se dedica a cuidar una cancha de microfútbol en San Javier y ella vende obleas por el barrio. Los dos llegaron desde Caracas hace 3 años y viven en lo que sería el cuarto útil de la cancha.

Ahorraron dos semanas para comprar una libra de carne de lagarto —corte duro y fibroso de la res— que les costó $11.000. La prepararon con un guiso tradicional de su país y se la comieron con un par de cucharadas de arroz y un vaso con agua. Es un plato raro, una excepción en medio de una dieta a base de arepas.

Unas diez cuadras más arriba de esa cancha vive Patricia y su hijo Michael en el tercer piso de una casa que desde afuera no parece que se estuviera cayendo por dentro. Patricia tiene 58 años, el pelo canoso y la mirada muy baja, triste. Michael tiene 29 y es morocho y grande. Cuando tenía cinco años, Michael se cayó de la terraza de su casa mientras elevaba una cometa y perdió un ojo y la mayoría de sus habilidades motrices. Meses después del accidente, el padre de Michael se llevó a su hermano menor de la casa y nunca regresaron.

Michael se viste todo de negro y en la correa lleva amarradas las llaves de su casa que después de varios intentos, como un borracho en la madrugada, logra abrir. Michael no tiene problemas cognitivos, pero aunque entiende todo habla duro y despacio, por sílabas: “Ho-la-bien-ve-ni-dos-a-mi-hu-mil-de-mo-ra-da”.

La humilde morada de Michael y Patricia está muy limpia. Tiene una terraza grande. No tiene puertas ni ventanas y el techo es más huecos que tejas de lata. Las ollas están todas volteadas boca abajo en el piso y la nevera está vacía. Hay apenas un sobre de salsa de tomate y unas frutas viejas. En la cocina hay un fogón de luz que solo funciona en bajo.

Casi todos los días, Michael y Patricia salen a caminarse el barrio Juan XXIII, en San Javier, vendiendo confites: revolcones, supercocos y coffee delights. Todo a 200. En un día bueno logran reunir $4.000, $1.500 menos de lo que se necesita para comprar una lata de atún en la tienda del barrio.

No reciben subsidios porque un día Michael le dijo a su mamá que que-ría-ir-al-co-le-gio-y-a-pren-der y logró graduarse de bachillerato. Por eso le dieron un puntaje alto en el sisben y no clasifica en ninguna de las ayudas del Estado.

“Mi-ma-má-se-qui-ta-la-co-mi-da-de-la-bo-ca-pa-ra-dár-me-la-a-mí”, me dijo Michael cuando le pregunté el viernes pasado que si ya había desayunado. Fuimos entonces a la tienda del barrio a comprar el mercado para una semana: un paquete de pastas, una papeleta de café, dos tarros de aceite pequeños, dos latas de atún, una barra de mantequilla, cuatro cubos de Maggi, un paquete de salchichas, un sobre de Chocolisto, 1 libra de frijoles, 1 bolsa de leche, 1 un atao de panela , un paquete de arepas, media canasta de huevos y un sobre de salsa rosada. Todo costó $58.800: 294 supercocos

Infográfico
Infográfico
$20.000
semanales pagan de vacuna los supermercados en los barrios controlados por las bandas.
$2.000
cuesta el almuerzo más barato que se consigue en el centro de Medellín.
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