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Medellín, esa ciudad a la que era imposible llegar

El encierro geográfico y la dificultad de los caminos marcaron la historia del departamento. Hasta Humboldt se privó de entrar a la ciudad porque decidió no subirse en un carguero. Recuento de un pueblo que creció a pesar del ahogo de la maraña inhóspita de sus montañas, selvas y trochas.

  • Representación de Alexander von Humboldt en Antioquia. FOTO: imagen generada con IA.
    Representación de Alexander von Humboldt en Antioquia. FOTO: imagen generada con IA.
Daniel Rivera Marín

Editor General

hace 3 horas
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Desde hace apenas unos cuantos años, viajar por Antioquia está siendo fácil, casi placentero. Túneles que atraviesan montañas, puentes que conectan montañas, autopistas que bordean montañas.

Hace diez años salir de Medellín era viajar para marearse: subir y subir por curvas cerradas para llegar a climas extremos. Hace sesenta años esas mismas eran pavimentadas y sufridas y hace más de cien eran apenas caminos de herradura que los arrieros surcaban con paciencia de santo, durmiendo en casonas donde daban de beber a sus mulas y donde pasaban la noche para continuar con las encomiendas y las mercancías. Hace más de doscientos años, el gran arquetipo de la ilustración, Alexander von Humboldt, palideció ante la imposibilidad de llegar a Medellín y a las entrañas de Antioquia y solo bordeó las tierras que lamen las aguas del río Magdalena.

Debió ser en Puerto Nare donde Humboldt, en medio de la exposición, se encontró —y quedó horrorizado por un trabajo inhumano y servil, que parecía sacado de los albores de la humanidad— con un hombre gordo que viajaba con dos mestizos y que había llegado a lo que hoy conocemos como el Magdalena Medio, porque aquellos lo cargaban a cuestas en una silleta.

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Dice el alemán en Memoria sobre la provincia de Antioquia y sobre el descubrimiento del Platino en su matriz: “En toda la provincia de Antioquia, rodeada de terribles montañas, no hay otro medio que el andar a pie cuando la robustez lo permite, o encomendarse a los cargueros; tal es el camino que va de Santa Fe de Antioquia a la Boca de Nares (sic), o al río Samaná. He conocido un habitante de dicha comarca que, por su gordura, no había encontrado más que dos mestizos capaces de llevarlo; si sus dos cargueros hubieran muerto mientras él se encontraba en el Magdalena, o en Mompox o en Honda, no habría regresado a su casa”.

Parece que el gran viajero europeo, que pasó maravillado por gran parte de Suramérica, se privó de adentrarse en las montañas de Antioquia, y conocer a Medellín, porque no se imaginaba cabalgando de revés a un hombre, a un semejante.

En Estudios industriales sobre la minería antioqueña en 1856, Manuel Uribe Ángel dice que “el barón de Humboldt no visitó a Antioquia porque no tuvo por donde encontrar; pero comprendió su importancia”; el exministro y exrector de Eafit, Juan Luis Mejía, se cuida del extremo y en un texto que aparece en el libro Memorias Seminario de Estudio Humboldtianos Sesión Medellín (Fondo Editorial Eafit, 2019) escribe: “Habría que matizar un poco esa afirmación contundente, pues si bien no se adentró en el territorio del actual departamento, sí estuvo en la jurisdicción del Magdalena Medio, en concreto en la población del Nare y, posiblemente, en las riberas de los actuales municipios antioqueños de esa región: Yondó, Puerto Berrío, el mismo Puerto Nare, Puerto Triunfo y Sonsón, los que hoy suman cerca de doscientos cincuenta kilómetros de ribera sobre el gran río de la nación”.

Más allá de la polémica, lo cierto es que Medellín era en los siglos pasados un prodigio de la terquedad, pues adentrarse en sus entrañas era una batalla contra la tierra. No es gratuito que en el himno que canta loas al departamento se haga una declaración de amor al hacha “que mis mayores me dejaron por herencia”, hacha sin la que hubiera sido imposible abrir caminos.



Hasta finales del siglo XIX, solo había un camino que llegaba a Medellín desde el Magdalena Medio; empezaba en una fonda conocida como Juntas, en las últimas aguas que el verdoso río Samaná regaba ya sobre la planicie del Magdalena, y donde se encontraba con el río Nare; aquella fonda era un lugar de abasto para los campesinos de la montaña, hasta allí llegaban con sus recuas de mulas y se abastecían de aceite, arroz y otros granos que no crecían en la tierra alta. Además, era un lugar propicio para la bebida nocturna. Los hombres llegaban cansados y se lavaban allí los pies para continuar sus periplos imposibles. Se abría paso hasta un sector conocido como Canoas —posiblemente en lo que hoy es San Luis—, llegaba a Guatapé y terminaba en El Peñol para luego descender a Medellín.

Ya para finales del siglo XIX, se abrió otro camino que el geógrafo, economista y botánico Friedrich von Schenck describió así: “Arranca desde Nare, pasa por Canoas, y desde aquí toma una dirección más hacia el sur, entra en el hermoso valle de San Carlos, y deja al Guatapé a la derecha. Pero también este camino, por el cual llegué a Medellín en 7 días de viaje a caballo (inclusive un día de descanso en el Peñón), es sencillamente espantoso”.

Parece ser que varios años después de que Humboldt mirara con sus ojos curiosos al nudo de montañas que encerraban a Medellín, las maneras de viajar habían evolucionado: ya no eran necesarios seres humanos que cargaran a otros seres humanos menos capaces, o más adinerados, los caminos ya tenían surcos de herradura para las bestias. Sin embargo, todo era muy difícil, pues Schenck describe aquellas zonas como despobladas, donde los campesinos podían sembrar maíz en pequeñas parcelas dos veces al año y luego se corrían unos pocos metros, pues la tierra quedaba yerma por tiempo indefinido.

Una vez el viajero llegaba a San Carlos o a Guatapé, en partes del río Negro podía alquilar mulas que bajaban hasta Medellín; en algunos momentos hubo mortandad de equinos y los campesinos usaron bueyes de carga para tirar de carruajes. Se entraba a la capital por el sur, bajando desde El Retiro a lo que hoy es Caldas.

En el relato de su viaje, Schenck tiene momentos memorables: “El maíz es el producto más importante de estas montañas. Donde no se da el maíz, tampoco se da el antioqueño. Del maíz preparan su alimentación básica y preferida: la arepa (son panes o ponqués redondos con sal y levadura), preparada de granos de maíz sancochados en un mortero de madera, y la mazamorra (masa de maíz cocida en leche o agua); choclos (mazorcas viches, tostadas), estos últimos son el dessert (postre —aclaración de este periodista, escribano).

Si además tiene su tacita de chocolate con queso, y su plato de fríjoles, más su tasajo o carne picada, que es carne secada en el sol y molida entre piedras, entonces es el hombre más feliz del mundo, sin aspiraciones a otra alimentación. Los antioqueños son un pueblo fuerte, laborioso, serio; a ellos pertenece el futuro de Colombia”.

La descripción pudo servir para los antioqueños que vivieron en el campo hasta hace unas cuantas décadas atrás y que terminaron saliendo del campo por el conflicto armado. Schenck, en su entrada hasta Medellín, pudo comprobar las tradiciones que permanecieron intactas gracias a las montañas feroces.

Las mismas descripciones, o muy parecidas, hizo el investigador estadounidense James Jerome Parsons en su texto La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, publicado en 1950: “Las montañas templadas de los Andes más septentrionales del occidente de Colombia son la morada de los sobrios y enérgicos antioqueños, quienes a sí mismos se titulan los yanquis de Suramérica. Son sagaces, de un individualismo enérgico, y su genio colonizador y vigor han hecho de ellos el elemento dominador y el más claramente definido de la república. Su aislamiento geográfico, largo y efectivo, en las montañas del interior de Colombia, se refleja en un definido tradicionalismo y en rasgos culturales peculiarísimos. Ser antioqueños significa para ellos más que ser colombianos”.

Los recorridos por las montañas del departamento —para llegar a Medellín o salir de ella— obligaban a los viajeros a cambiar sus costumbres, en Antioquia era necesario usar para los caballos las sillas con cabeza, o conocido por entonces como galápago californiano, distinto al que se usaba en otras partes del país, que era la silla inglesa.

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La cabeza servía para que el montador se sostuviera en las montañas más inclinadas y así salvarse de caer al precipicio. Escribe Schenck: “Además debe escoger unos estribos de madera curvada con una capa de cuero como protección; o también estribos como se usan generalmente en el interior de Colombia, fabricados de cobre, bronce y latón; riendas dobles, cinchas dobles, basti-cola o tiros; este equipo es aconsejable en Antioquia a todo viajero que aprecie su pellejo (...) juguetes europeos no sirven aquí”.

El alquiler de los caballos o las mulas en épocas normales podía valer entre ocho y diez pesos; sin embargo, en tiempos de enfermedades podía subir a los veinticinco pesos. Schenck cuenta que en su viaje de siete días encontró los cadáveres de muchos animales por “las montañas de densos bosques”.

Todos los avances tecnológicos que tuvo Medellín en los siglos XVIII, XIX y principio del XX se dieron gracias al tesón de los arrieros y al lomo de las mulas que subían toda mercancía desde el río Magdalena. Es bien conocida la anécdota del arribo del primer carro a la ciudad en 1899, gracias al empresario Carlos Coriolano Amador, y que llegó a su casa despiezado, pues era imposible que entrara a Medellín completamente armado. Pagar dichos fletes era costosísimo; no obstante, la minería costeó esas empresas —también atizó el fuego de la colonización—.

Hasta no hace mucho —y quizá todavía pasa—, cuando un visitante extranjero llegaba al aeropuerto José María Córdova y era recogido por su anfitrión o por un taxista, siempre escuchaba esta frase una vez se veía Medellín desde la avenida Las Palmas: “No me diga señor que esta no es la ciudad más hermosa del mundo...”. De tan encerrados, los paisas no podíamos ver otra cosa más que esto: el milagro de un pueblo crecido pese al ahogo de la maraña más dura, más inhóspita.

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