A Alejandro Zerpa, un expreso político de Venezuela, el régimen de Nicolás Maduro lo persiguió por años hasta que tuvo que huir a Colombia para refugiarse en nuestro país. Esa historia de hostigamientos comenzó en agosto de 2015 cuando fue privado de su libertad en El Helicoide, una cárcel de Caracas reconocida por ser un centro de tortura para los opositores.
Su único delito es el mismo de otros 420 reos que siguen allí en su país: ser opositor al gobierno. Entre malos tratos, una huelga de hambre por la que se cosió la boca y vivir en un calabozo de dos metros por tres que compartía con otras personas, volvió a la libertad el 23 de diciembre de 2017, gracias a las liberaciones que hizo el Ejecutivo tras la mesa de contacto de República Dominicana.
Quedó libre, pero no en paz. Jamás lo borraron de la lista de objetivos del régimen y cuando pasaba por cualquier retén policial regresaba a prisión, por unas horas, una noche y a veces dos. Así pasó 2018, y las primeras semanas de 2019. Llegó el 11 de marzo de ese año y recibió, otra vez, un ultimátum a su libertad.
Cuando su esposa Esdanyelis Noriega se acercaba a su casa, ubicada a 30 metros del Palacio de Miraflores, desde la cuadra vecina vio que encapuchados del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) golpeaban la puerta, armados, en bloque, y repitiendo el nombre de su marido. No se acercó más y se ocultó en la casa de una vecina.
Todo era cuestión de segundos para poner a Alejandro sobreaviso de que en esa ocasión y por una cantidad de veces que ya se le hacía difícil contar, las fuerzas policiales del régimen lo buscaban. Ese día Alejandro no ingresó a su hogar, su esposa tampoco, pero adentro estaba la suegra con su hijo de seis meses.
A ella y al bebé el tiempo les dio un chance de huir. De tanto insistir, tocando una puerta que nadie abría, los encapuchados del Sebin hicieron una guardia por la zona y ahí, en esos escasos minutos en los que la entrada estuvo descuidada, la mujer salió con el pequeño en brazos.
Después de ese día la familia estuvo un mes en la clandestinidad, sin comunicarse entre sí o salir a la calle porque dejarse ver por el centro de Caracas era un boleto de regreso a la cárcel. A Alejandro un conocido le ayudó a enviarle un mensaje a su esposa y con un par de recados a través de ese intermediario acordaron huir.
El 11 de abril, exactamente un mes después de que el Sebin se llevó todo lo que tenían, llegaron a la frontera con Colombia, en el paso de Paraguachón, para presentarse ante Acnur para pedir refugio.
Alejandro es uno de los 473 ciudadanos extranjeros que han sido reconocidos como refugiados en Colombia, desde 2015, cuando comenzó el fenómeno migratorio proveniente de Venezuela y hasta abril de 2020, según cifras de la Cancillería. La mayoría de esas solicitudes que llegan al Gobierno son hechas por venezolanos.
Pero esos 473 con estatus de refugio aprobados son poco si se comparan con las 17.669 solicitudes que recibió el gobierno en estos cinco años por parte de venezolanos que huyeron de la emergencia humanitaria compleja que vive su país. Este requerimiento ha aumentado progresivamente y a la fecha aún hay 14.535 solicitudes en trámite en la Coordinación de Refugio de la Cancillería.
Huir para salvar la vida
La de Alejandro y su familia es una situación particular porque cuando estuvo preso en El Helicoide fue torturado por el régimen. En esa cárcel, un viejo edificio pensado para un centro comercial que jamás operó, fue ultrajado con choques eléctricos y golpes que le propinaron un daño severo en la columna.
Esa persecución y su pasado como preso político hacen que sea reconocido como refugiado. De acuerdo con la Convención de Ginebra de 1951 estas son las personas que debido a fundados temores de ser perseguidos por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentran fuera de su país y no pueden ser protegidos por este o no puede regresar a él (ver Glosario).
La oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que en el mundo hay 26 millones de personas en esa condición. Entre estos están los rohinyá, el grupo étnico perseguido en Birmania, los sirios que huyen de la guerra en su país, los palestinos que han perdido sus territorios por las ocupaciones ilegales de Israel y los venezolanos.
En su informe sobre desplazamiento publicado en junio de este año, Acnur acuñó el término de “desplazados venezolanos” para referirse a los 4,5 millones de ciudadanos de ese país que tuvieron que abandonarlo. De ellos, 93.300 son refugiados; 794.500, solicitantes de asilo, y 3,6 millones son catalogados como desplazados en el extranjero.
Colombia es el segundo país del mundo, después de Turquía, que más desplazados internacionales ha recibido, y el puesto número diez lo ocupa Perú. Ambos entraron este año a esa lista de territorios con más ciudadanos extranjeros acogidos por un mismo suceso: la migración venezolana, que este 19 de agosto cumple cinco años de ser uno de los fenómenos de movilidad humana más críticos.
Como las cifras de la Cancillería lo indican (ver gráfico) pocos venezolanos han accedido al refugio en Colombia, si se comparan con los 1.788.380 ciudadanos de ese país que estaban en el territorio nacional para abril de este año, según Migración Colombia. Vale anotar que en febrero eran más (1.825.687 ), pero varios retornaron por la crisis que desencadenó la pandemia.
Alejandro Zerpa, a pesar de que no ha tenido un empleo formal desde que llegó a Colombia en abril de 2019, no puede volver porque su vida corre peligro. Y esa es, también, una de las condiciones que tiene su estatus: no se puede regresar al país de origen. Pero quedarse también tiene sus retos: “la vida de refugiado es muy difícil”, dice.