Para Cynthia Olivera, el 13 de junio sería un día clave para su futuro: había esperado años para asistir a su entrevista de residencia permanente en Chatsworth, California. Vestida con pantalón y blusa formal, llegó temprano al edificio federal donde la esperaba, según pensaba, un paso definitivo hacia la legalidad.
Lo que no sabía es que terminaría esposada por agentes de ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, por sus iniciales en inglés).
“Me preguntaron si era Cynthia. Dije que sí. Después me pasaron a la entrevista, respondí las preguntas... y entonces entraron los agentes. El entrevistador nunca regresó”, relató Olivera, entre lágrimas, desde un centro de detención en El Paso, Texas, en una entrevista para el canal KGTV.
Cynthia, de 45 años, llegó a Estados Unidos a los 10 años desde Toronto, Canadá, junto a sus padres. En 1999 recibió una orden de deportación expedita tras cruzar por Buffalo sin documentación. Poco después, logró regresar al país sin que nadie le pidiera papeles: “Me hicieron señas para pasar, no me preguntaron nada”, afirmó.
Desde entonces, vivió en Los Ángeles, formó una familia y pagó impuestos. En 2023 obtuvo un permiso de trabajo bajo la administración Biden. Pero eso no la protegió cuando volvió a aparecer en el radar del sistema migratorio tras el regreso de Trump al poder.
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Su esposo, Francisco Olivera, ciudadano estadounidense, votó por Trump en 2024 y respaldaba su plan de deportaciones masivas. “Apoyábamos sus promesas de sacar a los criminales. Nunca pensamos que ella sería una de las afectadas”, dijo.
Hoy, se siente traicionado, “nos sentimos totalmente engañados. Quiero mi voto de vuelta”.
La canadiense no tiene cargos penales registrados. Renunció a su derecho a pedir asilo o fianza y accedió a ser deportada voluntariamente, pero sigue detenida. “No hay nada de eficiente en esto”, dijo Francisco, quien ha intentado por semanas organizar su vuelo a Canadá, sin éxito, “estoy dispuesto a pagar el boleto, a estar en el terminal, lo que sea”.
Ella planea vivir con una prima en Mississauga, al sur de Toronto, cuando finalmente pueda salir de EE. UU, “he pasado por cuatro centros de detención y en todos he dicho lo mismo: que yo pago mi vuelo”, explicó la mujer.
El Gobierno de Canadá se pronunció al respecto, “cada país decide quién puede entrar o salir de su territorio. No podemos intervenir en decisiones migratorias de otro país”, dijo Global Affairs Canada.
Mientras tanto, Francisco calcula que la detención le cuesta al Estado más de $150 diarios, “esto no lo deberían estar pagando los contribuyentes. Nosotros nos hacemos cargo”.
Y Cynthia, desde la celda donde espera la fecha de su deportación, concluyó, “el único crimen que cometí fue amar este país, trabajar duro y cuidar a mis hijos”.