Comienza así. Toma el tapabocas entre sus manos, lo mira. Agarra la orejera izquierda y se la acomoda, luego sigue con la derecha. Fracasa. Se tapa los ojos, no la boca, entonces empieza de nuevo. Sujeta los laterales, los posa detrás de sus orejas y listo. El tapabocas está puesto. Al cabo de unos minutos tiene que intervenir en público y se lo retira. Así que el proceso inicia otra vez: engancha las orejeras detrás de su cabeza y nuevamente termina cubriendo sus ojos con el dispositivo médico. Parece cegado por un tapabocas anticovid.
Jair Bolsonaro, el presidente de Brasil, es el protagonista de esa escena. Sucedió a mediados de marzo en una rueda de prensa sobre las medidas de su gobierno ante el coronavirus. Semanas después de aquella fecha en la que aseguró que todo estaba bajo control, que las amenazas en salud de la pandemia no eran tan graves como lo que podría pasarle a la economía si el país entraba en cuarentena, optó por no portar esa barrera mientras aparecía de repente en marchas en contra del aislamiento y a favor de la intervención militar.
Ocurrió en Brasilia el 3 de mayo, una vez más el 19 de abril y en otra ocasión el 29 de ese mes, esta última cuando tomó juramento el nuevo ministro de Justicia Andre Mendonca. “Nosotros no queremos negociar nada. Queremos acción por Brasil”, decía ese domingo 19 de abril, en una de sus tantas intervenciones ante la multitud sin usar tapabocas, a pesar de que el país que gobierna tiene 272.000 casos de coronavirus, el sexto más infectado en el mundo.
Vestía camiseta roja, un tono bastante similar al que portan sus adversarios del Partido de los Trabajadores y que pocas veces usa. Sus palabras se perdían entre el ruido de las cornetas de sus seguidores que violaron la cuarentena para protestar y la tos que emanaba de su pecho. Agitaba la mano derecha en señal de saludo y con la izquierda se tapaba la boca para toser. No se cubría el rostro con el antebrazo, sino con toda su muñeca: la misma con la que después saludaría a la gente.
Un militar del Jordán
Creció en una familia católica y en 1974 entró a las filas del Ejército. Cuando comenzaba su carrera de soldado, Brasil sufría los embates de la dictadura militar. Se acostumbró a ver presidentes fornidos, con uniforme y armas. Cayó el régimen en 1985 y ese muchacho crecido en un pueblo a las afueras de São Paulo era uno de los jóvenes rebeldes de los cuarteles: publicó una carta contra el salario de los militares, estuvo preso y terminó en la reserva. Dejó su uniforme y tomó las armas de la política.
Bolsonaro, aún en plena dictadura, fue retirado del Ejército a sus 35 años por planear rebeliones y actos terroristas: él coordinaba planes de explosión de bombas en cuarteles y eventos públicos para exigir mejores salarios. Quizás por eso, por el trato de mano dura hacia sus superiores e iguales o las irreverencias que cometió con su uniforme, el documento de jubilación que guardan los folios castrenses quedó acompañado con un diagnóstico de problemas psiquiátricos.
En la política su primer peldaño fue en el Concejo de Río de Janeiro en 1988 y dos años después alcanzó una curul como diputado federal. Ya era 1993 y su nombre apareció en un titular de The New York Times seguido de la frase: “Estoy a favor de la dictadura”. Solo ocho años después de la caída del régimen, Bolsonaro se atrevió a decir en un debate abierto que respaldaba a los militares que propiciaron un golpe de Estado para establecer un sistema autoritario de 21 años, que cercó las libertades en Brasil.
No solamente la defendía, recuerda Wagner Romão, profesor de Ciencia Política de la Universidad Estatal de Campinas, sino que incluso decía que no fue tan buena porque mató a 30.000 personas en lugar de a 300.000. “Era perverso, autoritario, conservador y desagregador. Se fue constituyendo como un personaje político por posiciones polémicas que expresan, tristemente, una parte sustantiva de un pensamiento político que está en alguna parte de la sociedad brasileña”, afirma.
Hizo política en partidos cristianos y en 2018, cuando ganó la presidencia, cambió su rumbo religioso para bautizarse como evangélico en el río Jordán, en el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo y con un chapuzón en sus aguas vestido de blanco. Allí nació Jair Messias Bolsonaro, un político que acepta estar a favor de la tortura y, al tiempo, ser “el patriota que Brasil necesita, un presidente que tiene a Dios en su corazón”.
Ese triunfo en las presidenciales de 2018 estuvo marcado por las noticias falsas, un ataque en su contra con arma blanca y la furia entre el Partido de los Trabajadores, el de Lula, y la ultraderecha encabezada por él. Fue un candidato ausente. Una puñalada en su abdomen mientras caminaba por Minas Gerais el 6 de septiembre de ese año lo sacó de los eventos públicos y lo llevó a las redes. Tuvo que ser operado. Conectado con una sonda, cubierto con una bata médica azul y con los ojos hinchados, hizo un Facebook Live en el que apuntó que, si perdía, se debía a un fraude.
Al menos en lo de perder, se equivocó. Ganó en segunda vuelta con el 55 % de los votos y ahí comenzó el capítulo del Brasil del ahora: un país con nueve ministros de 22 que son militares, donde los demás tienen raíces evangélicas, en el que el presidente se enfrenta con el Tribunal Supremo Federal, los gobernadores y la Policía. Un gigante suramericano en el que cuando la Amazonia ardió en agosto de 2019, el mandatario observó desinteresado cómo se quemaba la selva, la tierra en la que los indígenas empiezan a quedarse sin oxígeno ante el avance de los terratenientes, la agricultura y las quemas que él mismo propicia.
Mesías y no hace milagros
Bolsonaro desfiló con adolescentes llevando las banderas de Estados Unidos y de Israel al alto y al frente, mientras la de Brasil iba atrás y a la baja. Él es el primer presidente de Brasil declarado como proamericano desde que cayó la dictadura. Esta secuencia corresponde a una manifestación que sus seguidores protagonizaron la semana anterior en contra del Congreso y del Tribunal Supremo.
Uno de sus primeros viajes internacionales como mandatario fue a la Casa Blanca, allá, con el republicano Donald Trump, tiene puntos en común: el conservadurismo, el nacionalismo, la derecha y la creencia de que la cuarentena es un crimen contra la economía. Trump hizo lo que Bolsonaro desea, pero no materializa: mover la embajada del país en Israel a Jerusalén. Por esa cercanía declarada con los judíos, además de los colores amarillo y verde de la bandera de Brasil con sus 27 estrellas, en sus intervenciones también están el azul, el blanco y la estrella judía de ese Estado de Medio Oriente.
Hoy tiene una disputa con casi todas las esferas del poder en Brasil. Su ministro más popular, Sergio Moro, encargado de la cartera de Justicia, renunció denunciando que este intentó “interferir en política” al querer designar a un director en la Policía Federal que fuera afín a él para que le compartiera información de investigaciones en curso. Cuando, particularmente, hay pesquisas en las que podrían estar salpicados miembros de su familia por corrupción. Moro dimitió y de cuenta de sus declaraciones el Tribunal Supremo abrió una investigación contra el presidente.
Otro más, el doctor Luiz Henrique Mandetta, renunció a la cartera de Salud cansado de que las opiniones médicas sobre el coronavirus no fueran escuchadas en el Ejecutivo. Y su sucesor, Nelson Teich, dimitió el pasado viernes. Por ese mismo capítulo tiene una batalla trazada con gobernadores como João Doria, de São Paulo, quienes decretaron la cuarentena por su cuenta ante la inacción del presidente.
El 28 de abril una periodista le preguntó su opinión sobre el hecho de que Brasil acababa de superar las 5.000 muertes por coronavirus. La respuesta: ¿Y qué? Lo siento. ¿Qué quiere que haga? Soy Mesías, pero no hago milagros”, le dijo.
Bolsonaro juega al caos
Pasaron dos semanas y esa cifra sobrepasó la barrera de los 14.000 decesos... Y sumando. “Todo lo que Bolsonaro está implementando fue repetido por él en sus discursos de campaña. No ha engañado a nadie. Era posible prever que habría una crisis política y económica, aunque no era imaginable que sería de esta magnitud. Prometió, literalmente, ‘destruir todo lo que está ahí para después ponerlo en su lugar’”, afirma Cristina Gomes, investigadora de Flacso en México.
Bolsonaro no ha pedido textualmente una intervención armada en el Congreso, pero sí asiste a las marchas que la reclaman. El 3 de mayo en una de estas aseguró que tiene a las Fuerzas Armadas de su lado, “del lado del pueblo”. Por ahora, al menos, los militares dieron un paso al costado y el Ministerio de Defensa publicó un comunicado en el que manifestó su compromiso con la democracia.
En el Legislativo la oposición quiere adelantar un juicio político, tal como sucedió con Dilma Rousseff en 2016, pero aún no cuaja porque el presidente tiene una proporción destacada del Congreso a su favor (ver recuadro) y un centinela que cuida sus pasos desde el recinto: Eduardo Bolsonaro, su hijo diputado.
Alguna vez, en octubre de 2019, su heredero dijo que, “si la izquierda se radicaliza, tendremos que dar una respuesta vía un nuevo AI-5”. Ese, el Acto Institucional Número Cinco, fue el que dio poderes extraordinarios a la dictadura militar que su padre admira.
Sobre Bolsonaro, el Mesías que brotó del río Jordán, el soldado que ni el Ejército soportó, cae una tormenta que él mismo creó. La pregunta es si ese caos ha sido premeditado para que los militares tomen el poder, tal como sucedió esa noche 31 de marzo de 1964, cuando comenzó la dictadura militar que el presidente añora y, a veces, reprocha. Algo sabemos: Bolsonaro guarda entre sus folios la portada del OGlobo del día posterior al golpe de Estado. Un tesoro suyo que en campaña mostró ante los medios, ¿quiere repetir esa historia?.
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años estuvo Bolsonaro en el Ejército, hasta que lo obligaron a retirarse.