Si usted, amigo lector, está leyendo hoy esta columna, quiere decir que ayer no fue el fin del mundo. Y usted es un sobreviviente del apocalipsis.
Que fue lo que me dijo el padre Nicanor, mi tío, cuando fui a verlo, con el pretexto de que quería confesarme por si acaso.
-Vea, mijo, yo no creo en esas confesiones por si acaso. Así que, me perdonas, pero si llega mañana el fin del mundo, no te va a coger confesado y, para adobar el terror, vas a morir en pecado.
-Pero, tío…
-Y le dices a Dios de mi parte que yo te mandé así, sin el pasaporte adecuado. No me vengas con el cuento de que tú tenías alguna inquietud al respecto.
-No se moleste, tío. Déjese mamar gallo, que eso es parte de la hilaridad de la existencia. Pero, hablando en serio, usted qué piensa del fin de los tiempos.
-Ya te lo dije alguna vez. Todos somos sobrevivientes del apocalipsis.
-¿Como así, padre? No me parece muy teológica esa observación.
-Que tú, muchacho impertinente, vengas a enseñarme a mí teología sí es una señal del fin de los tiempos. Los pájaros tirándoles a las escopetas.
-Pero los curas estudiaban eso, ¿no?
-Claro, y el tratado "De novissimis", como decíamos los que nos tocó estudiar en latín, o "Escatología", como después se llamó, era uno de los más deliciosos capítulos de la teología. Pura fantasía, pura imaginación. Una novela de futuro. Y de terror.
-¡Ojo, tío… A usted se le está saliendo el hereje que lleva dentro.
-Que todos, hijo, llevamos dentro y, a veces, asomado a flor de alma. Yo, como decía uno de mis herejes de cabecera, Óscar Wilde, estoy dispuesto a creer algo con tal de que sea increíble.
-Lo van a excomulgar, tío.
-No sería la primera vez. Vea, mijo, como cura viejo, yo creo casi con fe de carbonero en todo lo que la Revelación me aporta para bien vivir. Y para bien morir, por supuesto. Ya no está el palo para cucharas.
-Miedito a la eternidad, como todos, ¿no cierto, su reverencia?
-Miedito no; ganas, deseos, esperanza de eternidad, que es lo que queda más allá, o al otro lado, del tiempo. Sobrevivir al apocalipsis es precisamente eso, abrirse a la eternidad que, como decía san Agustín, "non est quod non habet finem nec principium, sed nunc stans ". Que traduce, "no es lo que no tiene ni principio ni fin, sino que es ahora".
-Pues, con latinajo y todo, me deja usted en las mismas, padre.
-Que eso, joven, aunque suene duro, es a menudo la fe: quedarse en las mismas. Hasta luego. Nos vemos en el próximo apocalipsis. Y feliz Navidad.
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