Pegados de la Virgen de la Inmaculada Concepción y de Santa Barbarita están 18 ancianitos del Centro de Atención al Desamparado San José, con sede en el barrio Santa Cruz parte baja, esperando que estas santas les hagan el milagrito de que no les vayan a cerrar su asilo.
Todo porque una directriz de la Secretaría de Bienestar Social obliga a este ancianato a ajustarse a la Ley 1315 de julio de 2009, que impone serias exigencias para que los centros de bienestar de los adultos mayores funcionen adecuadamente, con buenas condiciones de higiene, infraestructura y alimentación.
La ley les dio un plazo de un año a estos refugios para ajustarse a los requerimientos so pena de ser cerrados si no cumplen. Y este asilo entró en esa lista de espera, pues requiere hacer algunas inversiones para las que, en el momento, no hay dinero.
Pero este no es un ancianato cualquiera. Anclado en uno de los barrios más populares de Medellín, es el lugar que acoge y brinda una nueva vida a muchos ancianos abandonados no sólo de ese sector sino de otros barrios.
Incluso, muchos viejitos fueron recogidos de las mismas calles, "donde los veía uno tirados en una acera y cobijaditos con periódicos", explica Leonardo Ospina, el ángel de Dios que lo creó hace 18 años, aunque todavía no sabe ni cómo.
Cuenta Leonardo que en ese tiempo sólo tenía tres piezas, una sala y una cocina y el local no era propio, se los prestaba la Sociedad San Vicente de Paúl.
"Pero un benefactor que murió nos dejó la herencia para comprar la casa y hoy tenemos 13 piezas, una cocina, despensa, cinco baños, dos salas de televisión y un oratorio", cuenta Leonardo.
O sea, se ve el progreso. Además, en la primera planta hay pisos de cerámica, cocina integral y unas condiciones de higiene impecables.
Crecer cuesta
Sólo que crecer trajo problemas, pues la alta demanda del lugar, "por tanto viejito desamparado por ahí pidiendo ayuda" obligó a construir un segundo piso, en el cual no hay cerámicas de lujo, las paredes no están rebocadas y hacen falta retoques de más elegancia.
Ese trabajo cuesta unos 12 millones de pesos y no hay la plata para emprender las obras. Si a julio no se han hecho, no se sabe qué pasará.
En el peor caso, se acabará el refugio de amor de Luis Eduardo Muñoz y Marina Alzate, de 97 y 75 años, respectivamente, quienes allí se enamoraron y hasta un día se casaron con fiesta a bordo.
"Fue el 18 de octubre del 99, fue mi día más feliz", dice el viejito, un ser lleno de simpatía pero absolutamente solo en el mundo.
"¿Para qué más? aquí está nuestra felicidad", anota Marina, que lo besa en la boca para que quede constancia de que él es su enamorado.
Otros que perderían son Elías Ospina y María del Carmen Ospina, de 93 y 85 años, que allí se hicieron novios y volvieron a ser adolescentes.
"Ojalá venga un gobierno bueno y nos deje estar acá", suplica el viejo, de ropa y pose elegantes mientras su amada María lo mira con ternura. Él sonríe malicioso.
Un grupo de tres voluntarias y dos empleadas para la cocina y el aseo atienden a estos adultos, antes desvalidos y ahora protegidos por ese ángel llamado Leonardo y por Wálter Gutiérrez, un muchacho que entrega su juventud por atenderlos en las noches, "para que si se levantan no se caigan ni se vayan a aporrear".
La verdad, este lugar merece su oportunidad. Lo por hacer es mínimo para la labor que se cumple, apoyada por las plazas Mayorista y Minorista y por personas que valoran la dignidad con la que allí se trata a los viejitos.
Vale decir, ninguno paga un peso, la mayoría carece de familia y juntos se sienten como una familia, una familia amorosa que no quiere desintegrarse.
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