- Han pasado 50 años de una tragedia. En poemas y canciones se recuerda.
Y de inmediato surge la pregunta: ¿Si la catástrofe tuvo tal dimensión, cómo es posible que cincuenta años más tarde, sea una historia reservada sólo para los viejos? El siete de agosto de 1956, siete camiones cargados con dinamita estaban estacionados cerca del Batallón Codazzi. Era la una de la madrugada; los camiones provenientes de Buenaventura, tenían como destino a Bogotá, mientras eran custodiados por el Ejército.
Como un hecho más dentro del voluminoso expediente de nuestra historia, con la salvedad de los fenómenos naturales, la causa de la explosión y sus actores quedó sin esclarecer. Algo o alguien hizo que los camiones y sus miles de cajas de dinamita explotaran.
Una tragedia
Una inacabada historia de Colombia de Editorial Oveja Negra registra un sobrecogedor cráter de 85 metros, dejado por la fuerza explosiva.
Si el sismo del Eje Cafetero arrojó una cifra en vidas humanas inferior a dos mil, y los periódicos del año de la explosión de Cali, intervenidos y sometidos a la censura del gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, nos informan de más de mil trescientos muertos y cuatro mil heridos, ¿cuántos fueron en realidad?
Vivía Colombia por aquellos días un clima de intensa agitación política. Justo 14 días antes, Alberto Lleras Camargo tras viajar a España, había realizado el primer acuerdo del pacto de Sitges y Benidorm, que le dio vía libre al Frente Civil que tumbaría la dictadura nueve meses después.
De inmediato, mientras María Eugenia Rojas, hija del General Rojas Pinilla y directora del Servicio Nacional de Asistencia Social, Sendas, se apersonaba de los damnificados, el General prometía "ante Dios y ante los hombres que las Fuerzas Armadas no descansarán hasta que los autores de este pérfido y criminal atentado reciban un castigo ejemplar".
En la polarizada Colombia de los años 50, cada bando asumía a fondo su rol. Ante la tragedia, el presidente Rojas Pinilla, tras calificar el suceso como "traicionera y criminal conspiración", señaló a sus opositores como autores del sabotaje.
De otro lado, con la oposición al frente, las opiniones han convergido en señalar al Ejército del deficiente manejo de la fatídica carga. Incluso se habla de disparos de salva hechos por los mismos militares, a modo de preámbulo a la conmemoración de la Batalla de Boyacá.
Frustrado fugitivo
Ramiro Ocampo, nacido en Circasia, y trotamundos por esos designios de la sangre quindiana, relata con precisión de historiador los sucesos de la explosión de Cali, un episodio que no vacila en equiparar con el sismo del Eje Cafetero, donde también resultó afectado.
Hoy, cincuenta años más tarde, recuerda sus quince años, cuando en la noche del 6 de agosto de 1956 fue objeto de una paliza paterna. "Resentido, decidí fugarme de la casa al día siguiente, por lo que había dispuesto un atado de ropa a modo de otra almohada, bajo mi cabeza. Me senté en la cama para que no me cogiera el sueño de tal manera que a la madrugada pudiera volarme en el primer tren que me sacara de Cali para Armenia o para otra ciudad".
"Ese 7 de agosto de 1956 lo recuerdo con la claridad y el horror de testigo y habitante de Cali. Vivía con mi familia en una casa antigua, de bahareque, que al momento de la explosión perdió el techo, mientras que sus paredes se juntaron una con otra y vimos con dolor cómo el pequeño hijo de nuestra empleada doméstica moría al ser golpeado por una viga".
Ramiro, cuya residencia estaba situada en el barrio Porvenir, a escasas cuadras del sitio de aparcamiento de los camiones cargados con dinamita, comparte con la Historia de Colombia, de la Editorial La Oveja Negra, la dimensión de la catástrofe. También para él fueron más de ciento veinte manzanas las afectadas por la fuerza explosiva. Sin embargo, considera un embuste que el motor de un camión haya caído en Palmira, aunque sí vio los destrozos que causó ese mentado motor al caer sobre la capilla del cementerio a cinco cuadras del lugar de estacionamiento de los camiones.
"Todos fuimos expulsados por la explosión, a la una y nueve minutos de la mañana. Nos invadió el polvo y el humo. Salimos a la calle y el cielo era una intensa humareda rojiza. La gente corría desnuda entre montones de cadáveres y heridos". Con estas imágenes que llegan a la memoria de Ramiro, testigo excepcional de esta historia, llega también su certeza de que el número de muertos superó los cinco mil, a tiempo que desvirtúa la posible comisión de un sabotaje al tambaleante gobierno de Rojas Pinilla. Al igual que muchos, considera que la tragedia se originó por la deficiente labor del Ejército.
"Es inconcebible que siete camiones cargados de material explosivo hayan sido estacionados en un área tan densamente poblada, en vez de haberlo hecho en campo abierto".
Historia de una canción censurada
La historia y sus sucesos son el territorio propicio para que todos los caminos del arte se entrecrucen. Trátese de una pachanga como Mataron al chivo, contundente golpe de conga al dictador Trujillo; la procaz Ópera del mondongo o el septuagenario Cambalache, de Enrique Santos Discépolo, la música, tenga el ropaje cualitativo que tuviere, siempre sobrevivirá a cualquier forma de censura.
Una de las páginas musicales vestida de censura histórica es la creada por el compositor y también cantante Nazario Escarria, conocido como Nano Molina. Lamento caleño fue el título dado a este tango criollo, prohibido por la dictadura de Rojas Pinilla luego del suceso del 7 de agosto de 1956.
Tema: Lamento caleño
Género: Tango criollo
Autor: Nano Molina
Año: 1956
El siete de agosto a la una temprano / estaba la gente entregada a dormir
De pronto escuchamos un trueno lejano / sentí tanto miedo que me estremecí
A poco sirenas y gentes que corren / me dicen que algo fatal ocurrió
Me salgo a la calle y al ver el desorden / me entero que ha sido una fuerte explosión
No se cómo pudo la suerte macabra / llegar hasta Cali y hacer tanto mal
En medio de gritos de angustia y de llamas / corrí como un loco hasta el sitio fatal
Al borde de tanto dolor y de espanto / sepultas quedaron gentes a montón
Los deudos gemían llorando y llamando / buscando entre ruinas al que se murió
A mí me ha tocado sentir la desgracia / la dura tragedia que en Cali pasó
Mi madre vivía tan sólo a unas cuadras / y del rancho de ella cenizas quedó
Buscando entre escombros hallé su retrato / tan solo un pedazo que el fuego dejó
Lo llevé a mis labios besé largo rato / la imagen querida que al cielo voló
Queridos hermanos de toda Colombia / llorad con el Valle su intenso dolor
Que no haya rencores odios ni venganza / que seamos todos como hijos de Dios
Que sirva de ejemplo la hora que amarga / y amemos la patria con celo y ardor
Unidos hagamos surgir la bonanza / viviendo felices bajo el mismo sol.
Días después de la tragedia referida en este Lamento Caleño, Nano Molina le dio esta canción a Lucho Bowen, joven ecuatoriano llegado un año antes a la Marcha de las estrellas, programa que transmitía la Voz de Antioquia.
Una vez decidida la grabación se realizó el proceso fonográfico en Bogotá, donde se encontraba Lucho Bowen.
De ahí en adelante Lamento caleño se tomó todas las rocolas y emisoras del país y el recuerdo de la tragedia generó entonces una actitud que rebasó con holgura la simple nostalgia. Contaba el mismo Lucho Bowen, fallecido hace un año, que "no obstante que murió tanta gente en la tragedia, muchos comenzaron a suicidarse oyendo este tango. Se suicidó un subteniente, se suicidó una señora, unos jóvenes... bueno, en todo caso, me lo prohibió el gobierno, en la época de Rojas Pinilla".
No satisfecho con la prohibición, Bowen apunta "En realidad yo, una vez, cuando se inauguró el Casino de Oficiales, estaba con el Trío Lucho Bowen y los Yumbos; entonces me dio por preguntarle al General Rojas Pinilla, por qué me había prohibido ese tango. Me dijo: No, Luchito, yo no lo he prohibido; fue el Ministro de Guerra".
Lucho Bowen, quien tendría hoy 80 años, no necesitó rebuscarse un nombre artístico porque bastó el propio, el apellido de su padre, ex militar de nacionalidad alemana, cargó consigo el anecdotario propio de un cantante popular de éxito que alcanzó a grabar 840 temas, contenidos en setenta discos de larga duración.
Cuatro años antes de su muerte, dejaba traslucir una ebullición de sentimientos al rememorar cómo la policía inspeccionaba los bares y cafés de la época, en busca del disco prohibido, que grabara para el sello Vergara: "Entonces mandaban por cajas las cantidades de discos para repartir en el país pero la policía los sacaba de las rocolas y los rompía. Cuando se iba la policía, nuevamente los dueños de los bares reponían el disco con una nueva copia oculta celosamente."
"Recuerdo que en ese tiempo y en una presentación en la Voz de Cali, cerca de 20 soldados que asistían al radioteatro me pidieron que cantara Lamento caleño. Como les dije que no podía hacerlo, que estaba prohibido, todos a una dijeron que me concedían el permiso, y como el público también se alborotó, tuve entonces que cantarla".
Lucho Bowen, desempolvó esas imágenes posteriores al suceso. Se vio de nuevo abrazado por una menuda anciana que días después, en Cali, al reconocerlo le expresó su solidario dolor por la muerte referida en la canción: "La viejita estaba absolutamente convencida de que la madre muerta, que vivía en un rancho vuelto cenizas y de la que sólo quedó un pedazo de retrato, había existido y era mi propia madre ".
Obedeciendo a la ley del cuchillo de palo en casa de herrero, Lucho Bowen regaló a diestra y siniestra su prohibido Lamento caleño, hasta que llegó el momento en que no quedó ni un disco para sí mismo.
Hoy, cincuenta años después, muertos el dictador y el cantor; casi borrados de la memoria colectiva hechos y autores; ignorados los sucesos por más de una generación, bajo el peso de tragedia nacional sin causas ni autores conocidos; ni siquiera queda el registro fonográfico de este tango prohibido, patético y determinador de más de un suicidio, en las emisoras que muelen música del recuerdo.
La poesía, testigo de excepción
Una de las escritoras del siglo pasado que se ocupó de poetizar las memorias de nuestro país fue Emilia Ayarza. Esta poeta bogotana nacida en 1919 y muerta en Los Ángeles en 1996, dedicó gran parte de su producción, reunida en 5 libros publicados, a mostrar la angustia humana en un registro social de la violencia colombiana.
Su poema titulado A Cali ha llegado la muerte, escrito en 1956 durante el régimen de Rojas Pinilla señala la realidad en un ámbito social y surreal a la vez, como lo dijera con el poeta Juan Manuel Roca, en la presentación del libro Solo el canto, que reunió para la Editorial Magisterio, gran parte de la poética de esta escritora.
Presentamos un fragmento del poema A Cali ha llegado la muerte, de la escritora Emilia Ayarza. Bogotá. 1956.
(...)
Nada pudo detener la muerte.
Llegó a Cali navegando
y los corceles del Océano Pacífico la saludaron volcando sus belfos espumeantes en la playa.
Llegó por el pito de los buques
por las banderas de los guacamayos
por el ojo de las agujas que remiendan el pudor de las modistas
por la voz de los muertos en los árboles
por los billetes rubios
por el alma incolora de los camioneros
por los ojos trasnochados de los naipes
por la felina displicencia de los grandes
por la rosa ignorante
por el paisaje de zapatos sin huella.
Llegó sin pasaporte y cruzó la frontera
caminando sobre el miedo rosado de los niños
por el clavicordio dorado de los campanarios
por el pelo de agua dulce de los cocos
por la sencillez de los pueblos
donde los campesinos y las almojábanas se encaran con el sol
y los mendigos pegan su coto a las ventanillas del tren.
Llegó sin autorización de los muertos
que se salieron de sus tumbas
a protestar en un mitin putrefacto y amarillo.
(....)