En su parte más visible, es un cilindro que tiene 5.25 metros de profundidad, 2 metros de diámetro y 6 milímetros de espesor; es de acero inoxidable y está rodeado de una estructura de concreto en forma de hexágono. Está lleno de agua destilada y desmineralizada y no es lo que en nuestro país llamaríamos una piscina, pero así le dicen los científicos. Parece un enorme procesador de alimentos aunque las sustancias que agita en su interior son mortales. Fue un regalo del gobierno de Estados Unidos a Colombia durante la llamada guerra fría, hace más de 30 años.
Se llama el IAN-R1 y es uno de los más pequeños del mundo. Es el reactor nuclear colombiano, uno de los centenares o miles de aparatos de esta clase que hoy existen en el mundo. Sus instalaciones no están protegidas contra misiles ni él está enterrado bajo un sarcófago de concreto. Funciona a la vista de millones de colombianos comunes y corrientes que no saben su nombre, en el corazón de Bogotá, muy cerca de la llamada "ciudad blanca" de la Universidad Nacional.
¿Para qué diablos se usa un reactor nuclear en un país pobre, como Colombia, y sin aspiraciones de invadir ni dominar a ninguno de sus vecinos ya que no ha podido hacerlo siquiera consigo mismo? Se usa para producir sustancias que ayudan a verificar el contenido y la calidad del oro y el carbón en la industria minera; para producir isótopos radiactivos para la industria médica y farmacéutica; también, en el campo de la geología, para detectar fugas en las represas de las centrales hidroeléctricas.
Así, pequeño y todo, es el único reactor atómico que existe en las seis repúblicas libertadas por Simón Bolívar.
Había olvidado su existencia tal vez por culpa de leer tantas cosas al mismo tiempo. Hoy la información es tan voluminosa y tan rápida que las noticias nos hacen perder la memoria. Pero a veces también nos la devuelve. Eso fue lo que me sucedió leyendo sobre los desastres ocurridos en Japón después del terremoto y el tsunami del 11 de marzo y de las explosiones y los incendios en la planta de energía nuclear de Fukushima. Recordé que Colombia también tenía su reactor nuclear. Lo que no logré recordar fue lo que pasó con él después de que lo apagaron en 1998. ¿Qué fue de la vida de esa vieja y extraña máquina durante los nueve años que permaneció en estado de "apagado extendido"?
Le doy las gracias más sentidas al ingeniero químico Jairo Puentes y a sus artículos publicados en Vanguardia Liberal, de Bucaramanga, por ayudarme a recordar parte de esta historia: El reactor fue construido en Estados Unidos y de su instalación y manejo se encargó el antiguo Instituto de Asuntos Nucleares. Su historia reafirma que somos un país de gramáticos: cuando el gobierno del expresidente Ernesto Samper decidió disolver la entidad que lo operaba, esta se llamaba ya Instituto de Ciencias Nucleares y Energías Alternativas. La decisión de apagar el reactor fue más difícil. A pesar de su tamaño, tardaba más de 20 años y valía miles de millones de pesos. Se llamaba "apagado extendido".
No se usaba el reactor, pero sus instalaciones recibían un mínimo de mantenimiento y el uranio, su combustible, seguía disponible y seguro, a la espera de una definición sobre su futuro.
El resto de la historia también enseña que la nuestra está atada a los ires y venires de la guerra en el mundo: tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, los nuevos protocolos de seguridad de productos radiactivos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) elevaron hasta tal punto los costos de mantener la planta "entredormida" que el gobierno nacional intentó cerrarla en forma definitiva, borrarla del mapa. Pero tampoco pudo hacerlo.
¿Cómo terminó la historia? El gobierno del expresidente Álvaro Uribe advirtió sobre los peligros de los desarrollos nucleares de algunos países vecinos hace cinco años, después de que sus asesores militares confundieran una fábrica de bicicletas en Venezuela con un reactor nuclear.
Tal vez fue esa una de las razones por las que decidió activar de nuevo el único reactor que tiene Colombia. Pero hubo otra razón de sentido práctico: apagarlo por completo valía siete veces más que volver a encenderlo.
Por eso el IAN-R1 sigue donde siempre ha estado: en el corazón de Bogotá, a muy poca distancia de la Universidad Nacional, produciendo isótopos radiactivos de uso en la industria civil. Así de endiablada es la manipulación de esta clase de energía. Que no lo diga yo. Que lo digan los japoneses.
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