Son cinco piedras pequeñas y diferentes que se instalaron en la suela de los tenis de mi compañero de viaje. Ya han pasado varias semanas desde que lavé los tenis, las encontré y las guardé. Y aún no sé por qué lo hice.
Estas piedras errantes que se ven fuera de su ambiente natural me reclaman permanentemente que les busque su origen. Están en mi cuarto, guardadas en una caja roja. Están tapadas, y a pesar de ello no logro sustraerme de su llamado constante. Ahora trataré de darme un poco de tranquilidad y dársela a ellas aventurándome a asignarles una procedencia.
Para hacer más difícil la tarea, estas cinco piedritas no dan ninguna clave que me oriente a saber desde cuándo, durante el viaje, se instalaron a pasear de cuenta de esos zapatos y a conocer otros lugares que no figuraban en sus imaginarios. Pero bueno, son tan pequeñas que seguro su destino, si no hubiera sido una caja de madera en Medellín Colombia, podría ser el de estar en cualquier otra parte del mundo, o no haber salido siquiera de su vecindario.
Pero salieron y aquí están. Les voy a asignar alguna procedencia, porque después de haber viajado, supongo que muchos días a bordo de unos zapatos, se merecen un origen digno.
La primera piedra es de color crema oscuro, creo que se instaló en esa suela cuando visitamos la mezquita más importante de Alejandría en Egipto, Abu al-Abbas al-Mursi, construida en 1775 y que lleva ese nombre por ser este un maestro Sufí cuya influencia en esta corriente musulmana ha sido muy importante.
A esta ciudad nos llevó un guía musulmán suní, como la gran mayoría de la población de Egipto, quien no perdía la oportunidad de hablarnos sobre los cinco pilares del islamismo, a pesar de que siempre tratábamos de disuadirlo para que se enfocara en la información sobre la historia y la cultura de Alejandría.
Hassam, el guía, casado y con cuatro hijos, quien tiene una marca oscura en la frente de apoyarse para rezar, hablaba un español que sólo después de un rato de viaje logramos entender, porque su pronunciación carecía de la letra p y la reemplazaba por la letra b.
Creo que esa piedra se acomodó ahí porque tuvimos que esperar un rato afuera de la mezquita y nos dedicamos a caminar por los alrededores, porque era la hora del Salah, ritual diario de la oración después de que el sol haya pasado el cenit. La oración colectiva tiene un mérito especial si se hace en la mezquita. Él nos pidió el favor que lo esperáramos mientras oraba, al finalizar, ingresamos nosotros en el recinto. Ingresar es un decir porque las mujeres no se permiten dentro de la mezquita. Para entrar, las mujeres debemos dirigirnos por un corredor lateral cubierto con tejas de lata y en muy deficientes condiciones de aseo, después de quitarnos los zapatos, pasamos por la puerta trasera a una habitación pequeña, sin sillas, desde donde se ve una división en madera y no se ve el interior de la mezquita, allí están las mujeres con sus niñas rezando. Se puede ingresar por una pequeña puerta de la división de madera a un pasadizo demarcado con un tapete rojo para ir a visitar la tumba del santo del siglo XIII en cuyo nombre se construyó la mezquita, y regresar al lugar de las mujeres. Está prohibido sobrepasar ese corredor, porque la parte amplia y monumental de la mezquita está reservada para los hombres.
La segunda piedra, de un color más grisoso, tal vez que se anidó en la suela del zapato cuando caminábamos por la colina de la ciudadela Jabla Al Qal en Amán, capital del Reino Hachemita de Jordania, como realmente se llama ese país.
Llegar hasta esa colina nos costó alguna dificultad porque a pesar de mostrarle el mapa al taxista, este no entendía a dónde queríamos llegar. Nos dejó en la parte baja de la ciudad donde luego de preguntar a varios transeúntes, uno de ellos nos escribió en árabe, en la libreta de viaje, cómo indicarle a otro taxista que nos llevara a la ciudadela.
Esta colina que es uno de los lugares habitados continuamente más antiguos del mundo, por haber estado ocupada por 7.000 años, tiene restos arquitectónicos la mayoría de ellos romanos, bizantinos y omeyas. Entonces, también esta piedra puede ser muy antigua o puede haber caído del zapato de otro viajero. En la ciudadela está el Templo de Hércules que se construyó entre el 162 y 166 d.C. dedicado a los co-emperadores Marcus Aurelius y Lucius Verus.
La tercera piedra, tengo casi la certeza de que se acomodó en esos tenis en la ciudad troglodita de Petra. Lo afirmo porque es la única de un color rosado distintivo de esa ciudad, compuesta de arenisca, una roca detrítica formada a partir de la agregación de los granos de arena, es una piedra maciza.
A Petra llegamos en bus desde Amán –seguro que ya traíamos las otras dos piedras en el zapato–, que queda a 200 kilómetros por una carretera en la que se mira al lado izquierdo y se ve desierto, al frente lo mismo y al lado derecho más desierto. La única imagen que rompe la serenidad uniforme del desierto es la de un hombre en cuclillas vestido todo de negro con turbante también negro rodeado por una cuantas cabras que pastorea y que parecen alimentarse de arena en una inmensidad donde no hay ninguna sombra.
Dice la historia que en 1812 un suizo disfrazado de beduino descubrió esta maravilla oculta, pero solo hasta 1924 se dio comienzo a las excavaciones. En el año 106 los romanos tomaron a Petra e impusieron su plan urbanístico. Petra con su arquitectura religiosa y funeraria fue refugio de los árabes Nabateos, nómadas beduinos que procedían del norte de Arabia.
Petra no es un paisaje. Petra es una escultura, una ciudad incrustada, bruñida, petrificada, que nace de las entrañas de la tierra rosada hacia afuera para jugar con la luz del sol con una gama de colores diferentes a cada momento del día. Petra es una ciudad abierta al mundo, de la que viajeros y turistas deben salir a las siete de la noche porque parece que los beduinos se instalan en sus construcciones para seguir habitándola y para protegerse del frío nocturno del Medio Oriente.
La cuarta piedra muy compacta y de un color café claro, seguro que se instaló en la suela durante el recorrido por Masada, un conjunto de palacios y fortificaciones situado en una meseta de 600 metros de longitud por 300 de ancho, aislada en la región oriental del desierto de Judea, próxima a la costa sudoccidental del mar Muerto.
Masada es un enclave muy importante por su significación en los finales de la primera guerra Judeo-Romana (también conocida como la gran revuelta judía). El asedio de la fortaleza por parte de las tropas del Imperio romano llevó a los defensores de Masada a realizar un suicidio colectivo al advertir la inminente derrota.
El rey Herodes I El Grande mandó a construir Masada durante el primer siglo antes de Cristo. Cuando murió Herodes la ciudadela fue capturada por los romanos. En Judea se dio la primera sublevación de los zelotes (extremistas) quienes no querían a los romanos en sus tierras. Fue entonces cuando Menahen Ben Iehuda El Galileo llevó un nutrido grupo de zelotes a Masada y tomaron posesión de la fortificación.
En el año 70 después de Cristo Judea pasó a ser provincia romana y en el año 73 Flavius Silva marchó contra Masada entonces habitada por 960 personas, y con la X Legión montaron un campamento y se apostaron en las faldas de la meseta y en la primavera del año 76 instalaron maquinaria militar especializada para el derribo de murallas, lo cual alertó al jefe de los Zelotes de Masada, quién reunió a sus hombres y tomaron la decisión de acabar con sus propias vidas antes de caer en manos de los romanos.
Los hombres cabeza de familia fueron los encargados de sacrificar a su mujer e hijos, y luego diez hombres elegidos por sorteo los mataron a ellos. Cuando quedaron solo los diez, uno de ellos asesinó a los nueve compañeros y antes de suicidarse le prendió fuego a la fortaleza, dejando a salvo los almacenes de comida para que no creyera el enemigo que actuaban por desesperación. Cuenta el historiador Flavio Josefo en su libro Las guerras judaicas que solo sobrevivieron dos mujeres y cinco niños al suicidio colectivo y que Flavius Silva al tomar a Masada manifestó su consternación y alabó la valentía de las personas por acabar con sus vidas.
La quinta piedrita de un color amarillo claro creo que se instaló en el zapato en un paseo por el Parque del Retiro en Madrid, tal vez cansada de estar en esa capital durante mucho tiempo, encontró una ranura cómoda para emprender un viaje largo en compañía de otras cuatro piedritas que venían de diferentes partes del mundo.