Tratar de entender una lengua como un mecanismo único para comunicarse puede ser una equivocación porque incluso dentro de un mismo país hay términos que cambian.
En Medellín se le dice mirella a lo que en Bogotá se le dice escarcha. En la capital se habla de pasto cuando los paisas se refieren a la manga y así, cientos de ejemplos de cómo cada cultura se apropia de su lenguaje.
Si se empiezan a notar esas ligeras diferencias de una región a otra, ¿qué sucede cuando un texto literario exige ser llevado a otras latitudes? Que lo lean en otros idiomas, que visite países distintos. Allí entra el traductor, esa figura tan necesaria en la industria literaria, que más que conocer la lengua que lee y la lengua en la que escribirá eso que ha leído, tiene como una de sus máximas respetar la riqueza del lenguaje.
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¿Cómo se hace?
La traductora Megan McDowell, invitada a la Fiesta del Libro de este año, ha vivido por varios años en Chile y fue allí donde se metió de lleno a aprender español cuando se dio cuenta de que quería ser una mediadora entre dos lenguas.
La literatura latinoamericana le parecía fascinante y eso la impulsó a viajar al sur del continente. Al día de hoy, ha trabajado con autores de esta región como Samantha Schweblin, Lina Meruane, Mariana Enriquez y Alejandro Zambra, a quien le recomendaron exhaustivamente cuando ella buscaba buenos autores para empezar a traducir. Zambra fue algo así como su “golpe de suerte”, una primera gran oportunidad.
La labor de un traductor es mucho más que intercambiar palabras de manera mecánica entre un idioma y otro. Para la estadounidense el proceso varía de traductor a traductor, al igual que el tiempo que eso se demore. “Cada libro tiene su propia historia”, anota, hasta para su traducción.
Trabaja de la mano con editores y agentes literarios que le van haciendo propuestas. Van conociendo el gusto de Megan, el tipo de historias que le llaman la atención y ella, por su parte, el gusto literario de esos editores.
Primero lee el libro, un paso que aunque suena obvio, algunos traductores se saltan porque los plazos de entrega no son muy generosos. En el caso de McDowell, luego de esa lectura, viene un primer borrador muy rápido y “literal” que hace de ese texto.
Ella insiste en que una traducción no se puede quedar en ese nivel de literalidad, se perdería gran parte del sentido. Luego trabaja con ese material en inglés y “me enfoco en encontrar la voz del texto. También me concentro en cualquier investigación que deba hacer para entender mejor el libro”, relata.
Usualmente ahí es cuando debe entregar un primer adelanto. Se aparta del texto unos meses y luego regresa a él, “lo veo con nuevos ojos, como un texto en inglés y sin el español haciendo eco en mi cabeza”. Hace unos últimos cambios, el libro pasa por las manos de un editor y probablemente después venga la publicación.
Para Martin Simonson, quien ha estado detrás de la traducción de varias obras de J.R.R. Tolkien (reconocido por obras como El Hobbit y El Señor de los Anillos), el proceso empieza con la elaboración de un primer borrador que pretende que sea bastante fluido. Destaca en rojo ciertas palabras o términos que no entiende del todo o no sabe cómo explicar de la mejor manera.
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Cuestionar cada cosa
Pero en medio de esos procesos, que a veces se tornan más largos que otros, hay que tener sumo cuidado, precisamente con esos detalles culturales tan intrínsecos de cada región.
“Tienes que cuestionarlo todo. Incluso cuando crees que entiendes algo, nunca sabes lo que no sabes –indica McDowell–. La gente a veces piensa que la jerga o ciertas palabras complejas son las más difíciles de traducir, pero eso es fácil porque sabes de una vez que no las conoces”.
Para McDowell lo más complejo es precisamente cuando hay una referencia histórica o cultural o un juego de palabras. Cuando tradujo Facsímil de Zambra, ambos tuvieron que sentarse a reescribir muchas partes del libro en inglés porque se trataba de un texto basado en el formato de los exámenes de respuesta múltiple y había muchas referencias culturales chilenas que hubieran sido incomprensibles por más de que la traducción intentara acercarse.
“Una buena traducción de ficción nunca es literal”, complementa el traductor sueco. “Hay que trasladar el original fielmente, pero sin ser esclavo del mismo. Me explico; lo importante es preservar el fondo –qué dice el texto original–, pero no siempre es posible mantener la forma (cómo lo dice el autor)”.
Parte de esa labor ardua del traductor es que el libro se lea sin tantas barreras. “Es importante que suene natural en la lengua destino”, precisa Simonson. “La lectura ha de ser fluida; un lector no debe pararse cada dos por tres y decir ‘qué raro suena esto’, a no ser que esa sea la intención del autor del original, claro”.
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Y cuando son otros mundos
Cuando un traductor se enfrenta a escritores como Tolkien, por quien Simonson siente una profunda admiración, hay palabras que pertenecen a ese universo. A veces son términos creados por el escritor en su necesidad por hacer cada vez más completa su creación.
Pone el ejemplo del término “staguffalo”, inventado por Tolkien. Se trata de una palabra compuesta para describir la fusión entre dos animales: stag (ciervo) y buffalo (búfalo).
La traducción que quedó fue “ciervúfalo”, “es una palabra más curiosa que bella, pero no pasa nada, porque el original también lo es –señala–. A veces es mejor dejar ese tipo de palabras tal cual o adaptar la grafía a la lengua destino para preservar su particular sonoridad. Si por el contrario son palabras compuestas inventadas en una lengua determinada, hay que recurrir al ingenio”.
En su labor, el sueco ha tenido dificultad con varios términos, pero hay uno que recuerda especialmente: Faery. Era la palabra que usaba Tolkien cuando se refería al mundo fantástico, “uno que existe más allá de los límites de una percepción normal del mundo, en el que habitan seres fantásticos capaces de ensanchar nuestra comprensión del mundo real”, dice.
Cuenta que la traducción al español ha variado y se han usado términos como Fantasía y El reino (o país) de las hadas, “pero ninguna de ellas termina de convencerme”. Faery fue el resultado de un cambio en la grafía de la palabra Fairy (que traduce hada). “Para mí, “Fantasía” no refleja este sentido adecuadamente, ni lo hace “el Reino de las hadas”. “Elfia” podría ser una traducción más adecuada, puesto que en inglés las palabras elfo (“elf”) y hada (“fairy”) fueron intercambiables en tiempos remotos. Sin embargo, no me termina de gustar... Además hay varias generaciones de lectores que han crecido con las traducciones y variantes anteriores, y se llevarían las manos a la cabeza con horror... y tal vez con razón”.
Por ahora, Simonson sigue buscando la manera de trasladar esa y otras palabras que salieron de la mente de Tolkien para llevarlas al español. Dice que se reciben sugerencias para ese término que no le encaja todavía. McDowell y Simonson, cada uno en su rincón del lenguaje, seguirán invocando esa magia que permite que las letras cambien de orden para llevar un mismo mensaje hacia otro destino y muchos otros lectores.
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