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Lea un fragmento de Salvo mi corazón, todo está bien, el nuevo libro de Héctor Abad

Fragmento del más reciente libro del escritor Héctor Abad, que presenta hoy en el Mamm, a las 7:00 de la noche. Conversará con el sacerdote Juan David Velásquez.

  • Héctor estará conversando hoy sobre su novela en el salón de eventos, quinto piso, del Museo de Arte Moderno de Medellín. FOTO cortesía
    Héctor estará conversando hoy sobre su novela en el salón de eventos, quinto piso, del Museo de Arte Moderno de Medellín. FOTO cortesía
06 de octubre de 2022
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En la casa de Villa con San Juan, si no me equivoco, vivimos los años más felices de nuestra vida. Yo madrugaba a celebrar misa en el convento de las adoratrices, de las cuales habíamos sido nombrados ambos capellanes. Más tarde iba a la Universidad Pontificia a dar mis cursos de Biblia. Córdoba a veces confesaba una que otra monja de las hermanitas de la anunciación, de vez en cuando casaba a una pareja de amigos que se lo pedían o bautizaba algún recién nacido, pero en realidad, más que de los oficios de presbítero, por los que, si mucho, juntaba alguna limosna, vivía de sus talleres y de sus pasiones más mundanas: el cine de todas las épocas y la música clásica, especialmente la ópera de Mozart y la italiana, Donizetti, Verdi, Bellini.

Teníamos una casa fresca, luminosa y limpia, adornada con todo aquello que nos gustaba: libros, muchos libros, obras de arte que nos regalaban amigos pintores, un equipo de música con amplificador, parlantes y tocadiscos de último modelo, que Luis podía encender a cualquier hora, no en los escasos momentos permitidos en una comunidad tradicional, y llenar la casa con la música más hermosa que se hubiera compuesto jamás, la de Mozart, de nuevo, pero también Beethoven, Mahler y Shostakovich, las canciones de Schumann, las sonatas de Brahms o de Chopin, los grandes conciertos para piano de Schubert, Tchaikovsky, Mendelssohn, Liszt, Luis A. Calvo y todo lo demás.

Luis era muy buen amigo de los directores del Instituto Goethe y del Centro Colombo Americano, Heinrich von Berenberg y Paul Bardwell, y ambos le ofrecían sus aulas para que diera cursos, bien remunerados, de óperas o sinfonías de Mozart, de cantatas de Bach, de historia del cine alemán, o del mejor Hollywood (John Ford, Joseph Mankiewicz, Billy Wilder, Alfred Hitchcock), o del italiano de la posguerra, o de lo que a él se le fuera ocurriendo año tras año. Llegó a tener también un programa de radio en la Emisora Cultural de la Cámara de Comercio. Muchos jóvenes de Medellín, que lo veneraban como profesor, lo seguían fielmente de un lado a otro, y en su compañía se formaban en materias que por lo general no se daban en las carreras universitarias tradicionales. En sus múltiples cursos no se presentaba nunca como cura, y esta información, que tampoco ocultaba, solo salía a relucir si se daba la casualidad de una conversación que llevara a algún argumento de tipo teológico o religioso. Ni Luis ni yo íbamos nunca de sotana, por aquello de que el hábito no hace al monje, y además porque, si bien venerábamos el sacerdocio, no nos gustaba su disfraz. Córdoba ni escondía ni exhibía su condición de sacerdote, tanto para no espantar a los anticlericales como para no atraer abejas que solo buscaran el néctar de la consolación del más allá.

También, un poco después de cambiar de ciudad, empezó a preparar y a escribir cada semana su página de cine para El Colombiano, que le pagaban relativamente bien. Los jueves, se decía en nuestra casa de Villa con San Juan, «se prendía el horno», y a partir de ese momento todo giraba alrededor de la página de cine de Luis, toda una sábana con distintos artículos que él escribía de arriba abajo, y hasta que no terminaba su tarea, debíamos guardar un silencio de retiro espiritual, incluidas las loras y los perros, que parecían respetar las horas creativas. La casa se sostenía, en cierta medida, con esa página, y por lo tanto todos debíamos ayudar a que saliera bien. Yo mismo, por la tarde del viernes, era el encargado de ir personalmente a entregar los artículos que Córdoba había pergeñado en dos días de trabajo concentrado e intenso. Después del parto, todo en la casa volvía a la risa y a la alegría: el Gordo había dado a luz su página, y hasta el otro jueves nos dedicábamos a la vida normal. Una vida cada vez más cargada de visitantes y amigos, pues alrededor de Luis fue creciendo un grupo de fanáticos del cine y de la música que nos visitaban para extender las clases oficiales con tertulias, audiciones musicales y proyecciones de películas raras.

Poco a poco, Córdoba se había convertido en el crítico de cine más respetado de Medellín, y quizás el más importante de Colombia. El André Bazin colombiano, lo llegó a bautizar Fernando Trueba en su Diccionario de cine, poniéndolo a la altura del fundador de Cahiers du Cinéma, incluso antes de que Luis fundara también, con un grupo de amigos del Colombo Americano, su revista de cine, Kinetoscopio, que llegaría después. En todo caso, en aquellos años, si los domingos El Colombiano se vendía mucho en casi todas las capitales y en numerosos pueblos del país, y no solamente en Medellín, esto se debía en buena medida a la página de cine que concebía en su mente toda la semana y paría en dos días. Confieso que algunas veces, como Córdoba no alcanzaba a ver todas las películas que había en cartelera, yo iba a ver algunas y se las contaba. Luego él hablaba de ellas y las criticaba como si las hubiera visto personalmente (nadie entendía a qué horas veía tanto cine ni hacía tantas notas), pero en estos casos se trataba del cine más marginal y de las películas más comerciales. También le ayudaba a veces haciendo consultas en bibliotecas y en enciclopedias, a partir de preguntas puntuales que él me entregaba en papelitos cuadriculados. Además de Luis y yo, los primeros habitantes de la casa fueron una muchacha del servicio chocoana, Conchita (una gran cocinera, que había trabajado varios años haciéndole espléndidos manjares al obispo de Quibdó), y la chica Chica, Ángela María, Angelines, nuestra joven asistente, esta última solo algunos días a la semana. En cuanto a los seminaristas, el provincial prefería, al menos en los primeros años (y tal vez para evitar que nosotros dos pudiéramos tener alguna influencia negativa sobre ellos), que a nuestra casa vinieran a parar solamente los misioneros que llegaban enfermos de las selvas del Chocó. Nos pidió que ellos pudieran pasar la convalecencia con nosotros, como si tuviéramos más un sanatorio que una casa. Que descansaran allí y se curaran con calma de la disentería, la malaria, el dengue o cualquier otra de las extrañas fiebres tropicales que daban en la selva. Luis aceptó ese arreglo recordando siempre su principal condición: que yo nunca dejara de ser su ecónomo y compañero, porque él no se sentía capaz de administrar sin mi ayuda las cosas prácticas de la casa, como el mercado, las goteras en el techo, los daños de plomería o electricidad, el pago a la empleada del servicio, de la luz y el agua, nuestra comida y el cuido de los animales.

***

A Córdoba y a mí nos encantaban los animales de compañía. Poder acariciar un perro y creer que te entiende y que te quiere; sentir el ronroneo de un gato en el regazo; conversar con el eco de un loro; oír el canto del cortejo de un pájaro, incluso tras las costillas de su jaula; hipnotizarse con un pez ingrávido detrás de un cristal eran actos casi sensuales, placenteros y cotidianos. En la casa de Teresa, en cambio, no había mascotas. Yo se lo recordaba a Luis, a ver si conseguía hacerle sentir nostalgia de nuestra casa, de nuestro casto connubio curial. Lo único que había, en el solar de atrás de la casa de Laureles, era una tortuga muda e inexpresiva, con facciones de anciana venerable, que aparecía de vez en cuando, para felicidad de los niños, que daban alaridos al verla y le ofrecían hojas de lechuga y trocitos de manzana que ella a veces se comía y a veces despreciaba displicente. Cuando salía de sus escondites debajo de la tierra, llamaban al Gordo para que viera su coraza de ajedrez, la ponían patas arriba para mostrarle que era capaz de dar la vuelta y enderezarse después de patalear un rato. De nombre le habían puesto Rayo, por su parsimonia. Cuando no aparecía la buscaban gritando Rayo, Rayo, Rayo, pero se quejaban de su sordera y de que saliera solo cuando le daba la gana. No era gran cosa como animal doméstico. A mí Rayo me daba grima y a Córdoba le daba muy poco de que hablar. Lo único que podía decirles a los niños era que las tortugas envejecían muy despacio, podían vivir hasta doscientos años, y al final lo único que les daba era una ceguera paulatina y corazón cansado, hasta que este al fin se les paraba, aparentemente sin sufrir. Al parecer era muy conveniente tener sangre fría, vivir despacio y tener caparazón.

En la casa de Villa con San Juan, en cambio, tuvimos siempre animales de sangre caliente. Ha pasado mucho tiempo y es posible que mi memoria desfigure algunos de los detalles, pero Joaquín me ha pedido, no sé por qué ni para qué, que le haga la lista de los animales que convivieron con el Gordo y conmigo. ¿A quién podrá interesarle esta lista? A mí solo me da una especie de melancolía por tantas cosas y tantos afectos que desaparecen, como hojas que se pudren, como troncos sepultados en la arena por las olas del mar.

La gata que más quisimos era hermosa, negra azabache, elástica y ágil, muy vital. Una fiera doméstica, inolvidable, que Córdoba definía como «el perfecto resumen de una pantera». Siempre que Luis se levantaba de su sillón de lectura, ella pegaba un brinco y se sentaba allí mismo, en el vacío cóncavo dejado por él, como en busca del resto de su calor sobre el asiento. Cuando la adoptamos y bautizamos, los dos estábamos viendo, al mediodía, quizá la única telenovela que vimos completa en toda la vida. Era brasileña y no recuerdo bien los motivos por los que nos había enganchado tanto, pero el caso es que no nos la perdíamos. Era en blanco y negro y la protagonista se llamaba Zuca. Así mismo pusimos a la gata negra que ya no tengo claro de dónde nos llegó: Zuca. Por lo que recuerdo, la Zuca de la telenovela era la hija natural de una esclava negra con un hacendado, una mulata. La representaba una actriz, Glória Pires, que era bellísima, y creo que Córdoba estaba tan enamorado de ella como yo del muchacho que la cortejaba, Fábio Júnior. Alguien me dijo que después ellos se casaron en la vida real y tuvieron zuquitos. Nosotros nunca más volvimos a ver telenovelas y solo prendíamos la televisión a la hora de las noticias. También nuestra Zuca tuvo muchas crías negras y pintonas. A todos los gaticos los pudimos acomodar en buenas casas de familia. Los despedíamos siempre con una dote especial: un moño en el cuello, hecho con cintas coloradas, una bolsa de arena y una lata de atún.

Cuando Córdoba se iba de viaje, Zuca lo buscaba por un tiempo, ofendida, casi indignada, maullando de rabia, y luego se perdía. Una vez que Luis se fue a probar suerte como empleado de radio en la Deutsche Welle, en Colonia, quizás el peor error de su vida, del que más se arrepintió, Zuca se fue para siempre y nunca volvió. Al regresar el Gordo, nos quedamos con un hijo de Zuca, tan negro como ella, al que pusimos Recaredo, por el rey visigodo, pero que no había heredado el misterioso encanto de su madre, no sé por qué, tal vez por lo predecibles que resultan ser siempre los machos.

Tuvimos un perro pastor alemán, Lucas. Solía hurgar y lamer las botellas de cerveza medio vacías porque le gus- taba la cerveza, claramente, haciendo honor a su origen. Una vez, por esa insana inclinación, se tragó una tapa de botella. La explicación de su persistente tos de perro, de su dolorosa inquietud diurna y nocturna, salió en una radio- grafía, y hubo que operarlo. La tapa era de Pilsen. En esa operación se nos fue casi el presupuesto de todo un mes, pero Lucas nunca volvió a ser el mismo. Por recibir a Lucas, precisamente, perdimos a Recaredo; cuando llegó cachorro el pastor alemán, Recaredo tuvo un ataque de celos incontrolable, con arrogancias violentas de macho, y, como eran del mismo tamaño, el gato atacaba a muerte al cachorro apenas destetado, hasta que un día casi le saca un ojo.

Entonces les pedimos a las monjas de nuestra capella nía, las adoratrices, que nos recibieran el gato por unos meses, al menos mientras Lucas crecía y aprendía a defenderse. Recaredo se adaptó muy bien a las monjas; tan bien que ellas, encariñadas con él, nos pidieron que lo dejáramos viviendo allá en el convento que tenían más arriba del Batallón Girardot. Las monjas tenían un gran huerto de hortalizas que por las noches era custodiado por una jauría de perros bravos que mantenían a raya a los reclutas del batallón, al parecer vegetarianos porque les encantaba robar legumbres en ese jardín. El problema en el convento fue la lascivia de Recaredo, pues, como es típico de todos los celosos, era también insaciable en su apetito carnal. Las monjas sabían cuándo llegaba de sus correrías nocturnas con las gatas del barrio porque los perros lo recibían corriendo y ladrando, enloquecidos de furia con el gato promiscuo, parrandero y trasnochador. Una de esas madrugadas, el recibimiento fue más bulloso de lo habitual, con peores aullidos, carreras y gruñidos de parte y parte. Al día siguiente, la monja encargada de encerrar a las fieras en su perrera diurna se dio cuenta de que esa vez el rey Recaredo no había podido escapar de los perros guardianes de la moral. De su vida disoluta no quedó ni el pellejo; solo mechones de pelo y algún rastro de sangre sobre una coliflor. Tal vez por esas cosas ahora se estila tanto castrar a las mascotas; es una costumbre terrible que incluso algunos animalistas practican, pero que Córdoba y yo nos negábamos de plano a cometer.

Tuvimos un tucán al que pusimos Publio Ovidio Na- són, por el narizón poeta latino. También tuvimos tres pescaditos presos en una pecera improvisada en un mortero de vidrio grueso marcado con un número de inventario del laboratorio de Biología de la Universidad de Antioquia. Al pez negro y agresivo lo bautizamos Sir Francis Drake, y a las dos bailarinas rojas, eternamente perseguidas por el pirata, les decíamos Abelardo y Eloísa.

Después de Lucas tuvimos una perrita labrador dorado, de nombre Judy, por Judy Garland. Antes, o después, ya no sé bien, tuvimos una gran danés que conseguimos para cuidar el solar de atrás (porque a veces se metían ladroncitos a robarnos las brevas y las manzanas). Le pusimos Gala, como la mujer que Dalí le sonsacó a Paul Éluard (así son los amigos), y a quien el pacífico Buñuel abofeteó una vez.

Hubo también una perra criolla, recogida, de aspecto y nombre modestos, Pirula. Hubo lora parlera, Guillermina, pericos australianos, canarios... ya no me acuerdo de más y no creo que nadie pueda hacer nada que valga la pena con esta lista, aunque a mí me ha gustado revivir en la imaginación todos estos animales que acabarán de morirse del todo solamente cuando yo me muera

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