Diciembre. ¡Mes de luz y de alegría, de aguinaldos y de amores! ¡De días claros, puros y resplandecientes! Y no por ningún alumbrado sobre el río o la avenida La Playa, sino por aquel clima que, junto al verdor de las montañas y las vegas del río y la quebrada de Santa Elena, alguna vez motivó lo de la eterna primavera.
Y porque, ante todo, empezaban los rituales para celebrar la llegada del Divino Niño, que no Papá Noel. Acababa 1851 y Emiro Kastos, hombre de letras nacido en Amagá y bautizado Juan de Dios Restrepo Ramos, desmenuzaría con aquellas palabras iniciales una parte de la vida en la bella villa, como también se le decía a Medellín por entonces.
Kastos escribía la tercera de sus “cartas a un amigo en Bogotá” “bajo las influencias risueñas de un tiempo magnífico y de una naturaleza sin igual”, pero, rápido, cortó el velo: “Las costumbres son frías y ceremoniosas”, “los hombres no se reúnen sino para tratar cuestiones de dinero”, pues “una aristocracia monetaria, algún tanto iliterata, de buenos años atrás tiraniza la sociedad” y ha dado “la ley en las costumbres”.
Diciembre, con sus resplandores y su pureza, podía tenerse por única excepción festiva. La que confirmaría la regla. Y remata Kastos con el destino de las mujeres: ya que “no hay esclavas, y es preciso ahorrar el pago de sirvientes”, ellas “desgranan el maíz, cuidan los marranos, aplanchan la ropa, cosen los vestidos, preparan la comida y ordeñan las vacas”; mas aún, rinden vasallaje permanente al imperio de la arepa: “Por la costumbre de hacerlas siempre en la casa y cuatro veces al día, son el tormento de la cocina antioqueña”.
¡Qué tiempos esos! De almas rudas, quizás, trabajadoras, sencillas y devotas, mas no frívolas, habrá quienes repliquen. O, si actualizamos los términos con los que Juan Luis Mejía Arango prologa la antología de literatura antioqueña Navidad en la memoria (1915-1964) (Editorial Eafit, colección Rescates, 2020), no la radio y el ferrocarril, sino el internet y el metro, sumados a los carros y el ruido de la ciudad masificada —la “modernidad”—, han perturbado la vida social, extraviando la espiritualidad decembrina, el verdadero significado católico. “Las navidades de antes eran mejores”, concluye el autor, y casi alcanzo a oír el coro de parientes, colegas y amigos míos que lo secundarían, aunque ninguno piense en el antes de los demás, sino en el de su propia infancia.
Engañados por la nostalgia, esa sirena que siempre nos canta al preguntarnos por la Navidad, y embriagados por cierta memoria selectiva, obviaríamos, además, la contradicción de que carros, radio, metro, internet se instalaron entre nosotros, precisamente, en virtud de esa ética del trabajo y el comercio, del racionalismo económico antioqueño: mientras en la Francia de 1951 la Iglesia católica, respaldada luego por jerarquías protestantes, enjuiciaba públicamente y quemaba delante de dos centenas de niños un muñeco de Papá Noel, por análogo argumento de que este extraviaría el verdadero significado religioso de la Navidad, aquí, fuera de Coca-Cola, consolidaba la figura del viejo bonachón la emblemática Fábrica Nacional de Galletas y Confites, hoy Compañía de Galletas Noel. ¡Danos, Señor, los marrones, líbranos de los complejos tirones!
***
¿Diciembre en Antioquia? ¡Globos!, esa “especie de simbólica necesidad del espíritu que reclama un ascenso, siquiera alguna vez, ya que por meses y meses ha estado aferrado a la prosa cotidiana”. La metáfora pertenece a Alfonso Castro, insigne representante de los extintos detoderos decimonónicos —fue médico, político, literato, etc.—.
En una crónica de 1936, Castro rememora la Navidad, por cuyos festejos “El antioqueño, por primera vez en el año, desarruga el entrecejo” y “brinda la copa de anisado o whiskey”. Brochazo a brochazo, pinta el cuadro: la transformación de la ciudad en diciembre, la cual “vístese de fiesta”, envuelta “en un matiz de frivolidad y elegancia”; la de los habitantes, quienes piensan “solo en las próximas vacaciones”; los “pitazos” de los autos, que “ruedan apresurados” hacia los almacenes; la búsqueda del musgo para los pesebres, cuyas figuras desconocen toda norma de proporciones; el preciado tesoro de los buñuelos, asaltado de inmediato por los infantes, y las consiguientes y “fingidas reprimendas” —por las cuales, picaresca viva, se cursaban las primeras lecciones para burlar la autoridad—.
No hay conflictos ni contradicciones, nada mancha ni un centímetro del idilio. Ni siquiera un detalle que Castro suelta casi al paso: “No obstante las prohibiciones de la policía, los globos coloreados de papel rasgan de continuo el éter”. ¿A qué se debían tan tempranos vetos?
Seis años después de esta crónica nace Fernando Vallejo, cuyas reminiscencias de los globos en Los días azules (1985) contrapuntean con el cuadro de Castro o, mejor, lo destrozan. Desprovisto de florituras y dimensiones metafísicas, el objeto aparece primero con una descripción sobria, casi técnica, suficiente para explicar el veto, del que Vallejo, empero, no habla: los globos suelen ser “un rombo de ocho pliegos” “de papel de china de muchos colores”; “Llevan una candileja”, “hecha de caucho y pedazos de vela envueltos en una bola de trapos viejos, que se empapa en petróleo”; “A veces [el globo] cae de noche encendido sobre una casa campesina, que son de bahareque, y la casa arde. Provocan unos incendios de padre y señor mío, en honor del Señor...”.
Y en honor suyo también fue el de Sofasa en 1996 o el de almacenes Éxito en 2007, secuelas trágicas de esta costumbre —nuevamente prohibida—, para retomar las palabras del periodista Gustavo Ospina.
***
“En diciembre dejamos algo de nuestra infancia, porque todavía en esas calendas nos acompaña, como llevado de mano propia, el niño que se resiste a morir en nosotros”. En fórmula tan sentida condensa Manuel Mejía Vallejo los ánimos contrariados de nuestras navidades colombianas, cuyas bandas sonoras, desde mediados del siglo pasado, están signadas por el matrimonio entre tristezas del tango, el bambuco y músicas andinas y parrandas de cumbia, merengue y salsa —lo que ha estudiado, incisivamente, Óscar Hernández Salgar—... La cuestión de la infancia, una vez más.
Pero la conmovedora y difícil expectación de la crónica el “Año nuevo y sus vejeces”, tan difícil como la consciencia desencantada no solo de la fe, sino también de la razón, de la falsedad del progreso indefinido de la humanidad, se resuelve en contra del tahúr al recibir el 1980: “El ánimo se derrumba, tiembla al desatarse fuerzas ocultas que bregan por doblegar al hombre, eterno pedigüeño de los dioses cuando los dioses han perdido su antiguo valor”.
El cuando es claro: la modernidad; adiós a la religiosidad practicada en la bella villa y, con ella, adiós a cierta sensibilidad: creyentes o no de los viejos dioses, poco o nada nos conmueven ahora poemas como los dos que, dirigidos a niños, publicara Fidel Cano en 1892 en la revista El Repertorio (véanse al final de esta nota): encorsetados entre ritmos y metros antiguos, ambos respondían a un deber ser estético y religioso, reafirmándolo a su vez. Adiós también a él.
“El optimismo quedó atrás”, titula la segunda crónica Mejía Vallejo. ¿La razón? Sopesa el año viejo del mundo, no solo el de Colombia, y constata con amargura: “Queda la ternura: una ternura devastada porque la infancia que la inspira tampoco sabe dónde caerá. ¿Qué aguarda a estos niños de ojos abiertos a la claridad? Un fusil, y otro como ellos en el sitio adonde apunta la mira”.
Y la “chiquillería” ingenua de Castro, que “se moviliza en todas direcciones para atisbarle la caída” al globo, se vuelve, en la sardónica pluma de Fernando Vallejo, los “chinches” que apuñalan y apedrean con ocasión de la misma caída.
A pesar de sí mismo, de esa entrega, resignada o entusiasta, a los brazos de las sirenas, Mejía Vallejo consignó en la primera crónica: “Querer es dar cositas”, le decía “la tía buena de alguien”, y entendía “el ardor en el desprendimiento de la oferta no especificada. Un muñeco, un trompo, una cometa”.
Y, de hecho, entregados por el Niño Dios, los Reyes Magos, Santa Claus, Papá Noel o cualquier otra figura, los aguinaldos, tradición de raíces celtas, cumplen las mismas funciones antropológicas; una de ellas: el misterio, celosamente guardado y fomentado por los adultos, marca la transición de los niños, esos locos bajitos, a la adultez. En este juego de papeles, en que niños y adultos alternan y se reflejan como dos espejos cara a cara —expresado con la precisa imagen de Claude Lévi-Strauss—, surgen nuevas posibilidades para reencantar el mundo, para que, de alguna forma nueva —aunque nunca enteramente nueva—, vuelva a ser mágico el mundo.
***
“Traeme cositas”, le decía Manuel Mejía Vallejo a su hija María José, entonces de tres años. No le entrega nada. Algunas décadas después, Juan Carlos Orrego, malhumorado tras batallar toda una jornada para escribir un poema sobre Friedrich Nietzsche, encuentra un medallón que le dejara su hijo pequeño, Juan Manuel: un medallón del Niño Jesús de Praga. Lo halla en el nochero, “lugar franqueable que, a fin de cuentas, él sabía inmediato a mi corazón y mi cabeza”. Era la medianoche del 25 de agosto.
*****
En la Navidad de 1890
Fidel Cano
En esta nochebuena
Ha dicho el Señor Dios:
“Niños que en La Doctora
Estáis alrededor
del árbol cuyos frutos
Lindos juguetes son:
Este año no os envío,
Como antes sucedió,
Muñecas y dulzainas
Y globos de color,
Ni pasas y confites
Como otra vez os doy,
Sino unas moneditas
De mísero valor,
A ver si convertirlas
Sabéis en rico don...”.
“No lejos de aquí yace,
En lecho de dolor,
Un hombre que en la lucha
De la vida cayó
Herido como bueno,
Valiente lidiador.
Mientras que fuerzas tuvo,
Al trabajo pidió
El pan de cada día,
Y a fuerza de sudor
Ganolo amargo y mísero,
Mas limpio de baldón.
Ahora, enfermo y débil,
Los brazos sin vigor,
Los pies sin movimiento
Y trémula la voz;
Cercano ya al sepulcro,
Sin más lumbre que el sol,
Sin más salud que el Cielo,
Sin otro bien que yo,
Ganar el pan no puede,
Y al agudo dolor
Que el cuerpo le tortura,
Se une el tormento atroz
De ver en la miseria
Las prendas de su amor:
¡La esposa, en cuyos ojos
Se ve ya la aflicción
De la viudez sombría;
Los hijos, cuya voz
De la voz de los huérfanos
Tiene el doliente son!”.
“¡Oh, niños, dulces ángeles!
Mi ley es ley de amor,
Y a la misericordia
Ningún amor venció.
No hay miel que dé a los labios
El célico dulzor
Con que las buenas obras
Llenan el corazón,
Ni en todo el universo
Hay música mejor
Que el acento del pobre
Cuando encarga a su Dios
El pago de los bienes
Que de otros recibió”.
Así, niños, del Cielo
Os habla el Señor Dios.
Ahora, abrid los frutos
Que este árbol trae hoy,
Y haced lo que os ordene
La voz del corazón.
Ya sé qué haréis —¡Benditos
Sed todos del Señor!—
Hacia la pobre casa
Que Dios os señaló,
Entre risas y lágrimas
Vais con paso veloz;
Como bandada de ángeles,
Como un rayo de sol,
Por la modesta puerta
Os entráis de rondón;
Corréis al lecho mísero
Do, presa del dolor,
Postrado está el enfermo;
El infeliz os vio,
Y un rayo de alegría
—Un plácido arrebol
De la expirante vida—
Su faz iluminó...
Después... en esa casa
Hay pan un día, dos,
¡Y de cada bocado
Brota una bendición!
Diciembre 25 de 1890
Partamos el pan (Para un árbol de Navidad)
Fidel Cano
Si quieres ser cristiano,
Jamás, ¡oh, niño!, olvides
Que ese pan cotidiano
Que siempre a Dios le pides
Y que Él te da munífico
Te lo da para dos.
Él quiere que algo sobre
—Aun antes que lo comas—
Para tu hermano el pobre,
Y si entero lo tomas,
Eres ladrón sacrílego:
Robas su parte a Dios.
La Margarita, 25 de diciembre de 1892
La Navidad en Antioquia [fragmento]
Alfonso Castro
Las nochebuenas de Antioquia. Evoco mis riscos antioqueños. Hay euforia en la naturaleza y en el hombre. El antioqueño, por primera vez en el año, desarruga el entrecejo que le da la hórrida y constante preocupación por los pesos. Aprende a sonreír. Se le encandilan los ojos y, en ademán magnánimo, brinda la copa de anisado o de whiskey. Qué bien. La grata picazón del alcohol enciende la sangre, desencadena vibraciones en el sistema nervioso y el cerebro explota en chistes y donaires. [...] En tierras antioqueñas, la ciudad se transforma en el mes de diciembre. Todo el mundo empieza a aflojar en el trabajo y se piensa solo en las próximas vacaciones que son expansión sana y fuerte. No hay quién no ande de compras porque llegan los aguinaldos y regalo de aguinaldo han de recibir quienes nos rodean y a quienes amamos. En estas eventualidades triunfa el tirano hogareño, nuestro señor el niño. Por pobre que sea, es indispensable que para los chicos haya alguna ofrenda y sí es preciso apresurarse a buscarla, puesto que el comercio, íntegro, se cierra los últimos días del mes. Para la chiquillería sería la mayor pena que el Niño Dios no los obsequiara con ninguna dádiva el día de su nacimiento. El año entero la han estado esperando y si hay algo que reprima sus diabluras es la amenaza de que nada obtendrán, porque el Niño se disgusta si no se comportan como es debido. No obstante las prohibiciones de la policía, los globos coloreados de papel rasgan de continuo el éter. Especie de simbólica necesidad del espíritu que reclama un ascenso, siquiera alguna vez, ya que por meses y meses ha estado aferrado a la prosa cotidiana. Urgencia afirmativa de que la vida hosca y dura no ha embotado por completo la imaginación. Y ese asciende lentamente en formas caprichosas, ennegreciéndose en el humo, mientras que la chiquillería estrepitosa se moviliza en todas direcciones para atisbarle la caída.
1936
Los días azules [fragmento]
Fernando Vallejo
La novena es otra cosa. Nueve días al año se aguantan bien, y aligerados con villancicos... ¡Y qué días! ¡El cielo lleno de globos! Los globos se hacen de papel de china de muchos colores: azules, rojos, verdes, amarillos, combinados... Por lo general son un rombo de ocho pliegos. Uno de dieciséis es excepcional, y una cruz de veinte un tesoro. Llevan una candileja, que es la que arde, hecha de caucho y pedazos de vela envueltos en una bola de trapos viejos, que se empapa en petróleo. El humo negro que suelta la candileja, soportada en un sostén de alambre, es el que hace subir al globo. Es, ni más ni menos, su corazón. Cuando se apaga la candileja se acaba el humo y el globo cae. A veces cae de noche encendido sobre una casa campesina, que son de bahareque, y la casa arde. Provocan unos incendios de padre y señor mío, en honor del Señor...
Hoy es un día cualquiera entre el dieciséis y el veinticuatro de diciembre. Salgo a uno de los dos corredores de Santa Anita a una hora cualquiera y miro al cielo y cuento: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte, treinta, ¡cien globos! ¡Qué maravilla! Se me bota el corazón. Ahora bien, agarrar un globo, en Antioquia, por más que haya y por más que todos caigan, es una hazaña, y le voy a decir por qué: porque detrás de cada globo hay veinte niños, con piedras y navajas, esperándolo en tierra. El globo puede caer con la candileja apagada, o bien encendida, pero como un corazón de enfermo que da los últimos estertores. Caiga como caiga para el caso da igual, porque los veinte niños, que para la ocasión se llaman chinches (esto es: camajanes de menor edad, o aprendices de camajanes), lo reciben a pedradas: si el globo cae apagado lo rompen; si cae encendido lo incendian. Y usted me preguntará por qué. Muy simple: porque son veinte niños, y el globo es sólo uno, y si no es para mí no es para nadie, y ahí va la piedra. La cantidad de casas quemadas es nada al lado de la infinidad de niños acuchillados, porque los chinches que cargan navaja no dejan impune el delito de que otros les rompan el globo. Y entre chinche que muere a navajazo, y chinche que muere navajiado, ahí se va controlando la población de Colombia, que crece sin parar. El globo que va en el cielo, como un pájaro, no es de nadie. Pero cada niño que lo ve cree que es de él.
1985