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Historias de fútbol: el doloroso deber de meter gol

Hay cosas que se deben hacer. Como contarle a tu amigo del alma que sales con su exnovia... o hacerle gol a ese equipo que tanto quieres.

  • Hay cosas que deben hacerse y los delanteros deben hacer goles, aunque a veces duelan. Ilustración: Don Repollo
    Hay cosas que deben hacerse y los delanteros deben hacer goles, aunque a veces duelan. Ilustración: Don Repollo

Hay goles que se gritan a rabiar. Como ese que marcó Freddy Rincón aquella tarde de junio de 1990, pasando el balón por debajo de las piernas del arquero alemán Bodo Illgner y que celebró apretando los puños y corriendo mientras gritaba lo único que se podía gritar: ¡Gol hijueputa! O ese otro del uruguayo Diego Aguirre en el tercer partido definitivo de la final de la Copa Libertadores de 1987 en Santiago de Chile, entre América y Peñarol. En el minuto 120 sacó un zurdazo cruzado que Falcioni no pudo atajar. Corrió solitario por la pista atlética mientras la mitad de los caleños lloraba de tristeza y la mitad de los montevideanos lloraba de alegría.

También gritó hasta perder la voz Troy Deeney, del Watford Football Club. En el minuto 95 del juego de vuelta en la cancha del Leicester City, por el ascenso a la Premier League y con el marcador 1- 2 (y la serie empatada a dos con la ventaja del gol visitante para el Leicester), el árbitro pita un penal a favor de los locales que el portero Manuel Almunia detuvo con los pies y conllevó un contragolpe que terminó con el gol de Deeney, que corrió hacia el banco convertido en un solo grito mientras los hinchas del Watford inundaban la cancha abrazándose los unos a los otros.

Hay otros, en cambio, que hacen sentir a su autor como el tipo que le dice a la exnovia con quien duró 10 años que se casa con la chica que conoció hace tres meses. O como el pequeño Travis Coates en Old Yeller, esa dramática película de Disney. Hacen lo que deben, pero cómo les duele hacerlo.

Il re leone

El argentino Gabriel Batistuta llegó al Fiorentina, el equipo de Florencia, en 1991. Jugó allí hasta el año 2000. En 332 partidos anotó 207 goles. Con ese onceno ganó la Serie B, la Copa de Italia, la Supercopa de Italia y la Serie A. Y un buen día del año 2000 dejó la Fiore para jugar en la Roma, que desembolsilló una buena cantidad para tener a Il Re Leone en sus filas.

El 26 de noviembre de ese último año del siglo XX, en el Stadio Olimpico, Roma recibió a Fiorentina, con las tribunas a reventar y todos los ojos puestos en el de Avellaneda que se enfrentaba al equipo que lo recibió en Italia.

El cero a cero duró hasta el minuto 83. Tras una serie de rebotes fuera del área grande, finalmente el balón quedó servido para que, desde unos 18 metros, Batistuta sacara un derechazo imparable para el guardameta Francesco Toldo, pese al esfuerzo. Grita el comentarista, gritan los tifosi, abrazan todos al argentino que, sin embargo, calla.

No alza los brazos, no corre hacia las tribunas, no celebra. Baja la cabeza, cierra los ojos, llora, le duele su gol. Parece uno de esos soldados que pintó Goya en Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, que intentan esconder el rostro entre los brazos mientras mantienen el fusil presto a disparar. Les ordenan hacerlo y lamentan halar el gatillo, pero lo halan. “Habría preferido una victoria sobre la Fiorentina sin mi gol”, le respondió al periodista que lo esperaba tras el final del encuentro.

Dos veces Morata

Charles-Henri Sanson aprendió de su padre a manejar la guillotina y de él heredó el puesto de verdugo oficial de París, que a su vez su padre había heredado del suyo y este del suyo. Cuatro generaciones de Sanson encargados de accionar la máquina cuyo uso en Francia fue sugerido por Joseph Ignace Guillotin.

Morata es también un verdugo, a su modo. Su cuchilla es la pierna izquierda. Se llama Álvaro. Es madrileño, tiene 22 años, juega al fútbol, le gustan los dramas y la literatura (que lo digan Camus, Sábato o Sacheri), lo vistió dos veces con capucha negra ante el club que lo llevó al profesionalismo: el blanquísimo y millonario Real Madrid.

Primero fue en Turín, el cinco de mayo del 2015, en el partido de ida en las semifinales de la Champions League. El remate de Carlos Tévez apenas si fue manoteado por Casillas y Morata estaba ahí, como el dinosaurio de Monterroso, a unos pocos centímetros de la línea de gol y solo le bastó tocarla.

El gol era de la Juve, en su estadio, pero el delantero tenía alma madridista, salió de la cantera de los merengues, anotó sus primeros goles vestido de blanco. No lo cantó. Trotó un poco y dejó que lo abrazara Pirlo, que le saltara en la espalda Chiellini, que lo rodearan los demás, pletóricos de gol. Y él, ni una sonrisa.

Dejó caer su cuchilla otra vez en el Santiago Bernabéu, de Madrid, el 13 de mayo, cuando cazó un balón que parecía no querer tocar el piso. A Charles-Henri Sanson le pagaban por cortar cabezas, así fuera la regia testa de Luis XVI, y a Morata le pagan por hacer goles. Remató, entonces, para la sorpresa de los madridistas que se quedaban sin final. Y mientras todos, de nuevo, le saltaban encima y lo abrazaban, su mirada de impotencia parecía decirlo todo.

“Al ser sustituido en el minuto 83, abandonó el campo juntando las manos, reclamando perdón divino”, escribió Juanma Trueba, el periodista del diario AS.

El conejo Fumetti

El gol más doloroso del que he tenido noticia lo contó Roberto Fontanarrosa en sus Semblanzas deportivas.

Con su trazo inconfundible, el Negro nos lleva al Monumental de Núñez, a la tarde del 26 de julio de 1986, a recordar ese particular clásico River-Boca y a la figura de Juan Carlos Fumetti, el Conejo, delantero que había sido goleador en todas las divisiones inferiores, pero que sumaba ya 32 partidos en el equipo titular de los millonarios sin anotar ni una sola vez. Pasó de la adoración de la hinchada al intento de comprensión de la tribuna y luego al odio más enconado de los aficionados. ¿De qué sirve un goleador que no la mete?

Y en ese clásico, tras aguantar insultos, tras negarse a su propia naturaleza, en un balón disputado con el portero, el líbero y los dos marcadores laterales, Fumetti metió un zurdazo imposible de atajar. No, el Conejo no se quedó en silencio como Batistuta o Morata. Él sí cantó el gol, lo celebró con todo su equipo, lo gritaron en todo el Monumental y debió resonar en las paredes de La Bombonera.

“Antes de que se apagasen los festejos por el tanto, se hicieron oír los parlantes del estadio. ¡Atención! ¡Perdón, señor árbitro Bosolino! ¡Es muy urgente! ¡Al señor Juan Carlos Fumetti! ¡Debe volver urgente a su casa, señor Fumetti! ¡Su padre acaba de morir de un infarto!”, revela Fontanarrosa.

Era el frágil corazón de su viejo el que contenía la furia goleadora del Conejo. Era el amor de su padre el que no lo dejaba anotar. Hay cosas que deben hacerse y los delanteros deben hacer goles, aunque a veces duelan.

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