En 2001: odisea del espacio, Stanley Kubrick no se anda con rodeos: en la apertura de la película va directo a la yugular. Una manada de hombres de la prehistoria le encuentra un uso peculiar a una osamenta esparcida cerca de un riachuelo: los huesos se transforman en armas. El arte tiene la cualidad de romper el espejismo del progreso: a pesar de todo, somos títeres del Tanátos, el instinto de la muerte. Las novelas, los poemas, las pinturas, las canciones, los filmes se encargan de aguar la fiesta y no lo hacen con delicadeza: narran la guerra. Recordemos verdades que tienen la dureza de los nudillos.
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La guerra es un negocio rentable. Mucho. Detrás de los discursos patrióticos y las proclamas nacionalistas se camufla la ambición de unos cuantos tipos de llenarse los bolsillos y aferrarse al poder. En las primeras crónicas de Una guerra sucia (2003, RBA), la periodista de ascendencia ucraniana Anna Politkovskaya describe las artimañas de los militares rusos para hacer de la búsqueda de los restos de soldados caídos en el segundo conflicto en Chechenia (de agosto de 1999 a abril de 2009) una mina de oro y plata. Todo el libro es un alegato documentado, escrito en la trinchera de las balas y las bombas, contra los informes triunfalistas de los portavoces oficiales del Kremlin. En las tensas entrevistas con los comandantes y tenientes del ejército de Vladimir Putin, Politkovskaya dirige la artillería de preguntas a dos temas: las víctimas y la economía. Es decir, fija la retina en quiénes pierden y quiénes ganan con la guerra. A riesgo de parecer simplista, la respuesta es rotunda: en general, pierden los civiles y ganan los políticos y los altos mandos castrenses. El 7 de octubre de 2006 la reportera –de 48 años– recibió un disparo en la cabeza mientras llevaba las bolsas del mercado a su casa, en el centro de Moscú.
Esto ha sido así desde el origen de la civilización. Los textos fundacionales de Occidente –el Pentateuco hebreo y el ciclo homérico– narran campañas de conquista y dominio de territorios. El dios de los judíos –llamado Jehová de los ejércitos en las alabanzas de sus fieles– ordena al pueblo elegido el exterminio de los habitantes de Canaán, la tierra prometida. El mandato no admite la clemencia: todos deben pasar por el cuchillo de los invasores. El libro bíblico de Josué es el recuento pormenorizado de las refriegas de la descendencia de Abraham con los filisteos y las tribus originarias.
El asedio a Troya constituye para la literatura griega un punto crucial: se definen los roles de los sexos y se trazan las fronteras de sus aspiraciones. Aquiles y Ulises se convierten en el ideal de la masculinidad: el nervio intrépido, la inteligencia y la fuerza para conquistar y doblegar a los adversarios. Por su parte, a Helena y Penélope –la belleza y el gobierno del hogar– se les dibuja como meta de las mujeres. Las coincidencias entre los relatos son numerosas: ambos hacen hincapié en los conceptos de la patria y la religión, los argumentos para encender la mecha de la guerra. Los dioses y las banderas han sido y serán los mayores combustibles de las conflagraciones bélicas.
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La guerra es un espejo cruel. Refleja la naturaleza humana en su bestialidad. Las anécdotas de heroísmo en los campos de batalla tienen un sabor a propaganda edificante, a mentira pensada para hacer dormir a los niños. Para desmentir las fábulas está Guernica, de Pablo Picasso. Toros con rostros humanos, madres con gestos de congelado terror y heridos con bocas abiertas hacia el cielo del que cayó la muerte con el peso y la forma de las bombas franquistas. Pintado en París en mayo y junio de 1937, a pedido del gobierno republicano español, el cuadro sintetiza una tesis sobre la injusticia intrínseca de la violencia. De la carnicería desatada en España por las tropas de Francisco Franco para socavar las instituciones de la república queda otro potente registro visual, la fotografía Muerte de un miliciano (1936), de la pareja de artistas Endre Ernõ Friedmann y Gerda Taro, arropados por el seudónimo de Robert Capa. La imagen captura el instante en que una bala perfora la carne de un combatiente: el cuerpo se inclina y la mano suelta el fusil.
A mediados de los sesenta el norteamericano Eddie Adams tomó otra foto emblemática. El escenario fue distinto: una calle de Saigón. La víctima fue de nuevo un guerrillero. Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía vietnamita, desenfundó un plateado revólver y ejecutó a un miembro del Vietcong. Aunque oculto casi por completo, el rostro del verdugo no revela emoción. El del ajusticiado se transforma en una máscara mortuoria. El vértigo de la guerra se condensa ahí: quien mata y quien fallece están a menos de un metro de distancia. El uno –con las mangas de camisa remangadas arriba de los codos– da la espalda. El otro –con la boca llena de sangre– entrecierra los ojos al percibir la detonación.
En Sobre la fotografía, Susan Sontag se detiene en el impacto del trabajo de los reporteros gráficos de guerra en los ánimos de los ciudadanos estadounidenses. Tal vez, los ríos de gente en las calles en protesta por la presencia gringa en Vietnam fueron el resultado de imágenes que desmintieron la retórica oficial respecto a los enemigos: no se trata de monstruos ni de seres extraños. “Fotografías como la que cubrió la primera plana de casi todos los diarios del mundo en 1972 -una niña survietnamita desnuda recién rociada con napalm estadounidense que corre hacia la cámara por una carretera, chillando de dolor, con los brazos abiertos- probablemente contribuyeron más que cien horas de atrocidades televisadas a incrementar la repugnancia ante la guerra”, escribió la ensayista. Al corroborar la humanidad del oponente, el público empezó a tejer lazos de empatía con él. La niña de la foto podría ser cualquiera de las que correteaban por las calles del vecindario.
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La guerra es una máquina. Tritura a los idealistas y los convierte en una pila de carne humeante, una estatua manchada de grafitis, el nombre de una autopista. En una ausencia. Un padre muerto en el lodazal. Es el caso del profesor Eric Fletcher Waters: un pacifista enrolado en las tropas británicas desplegadas para frenar el avance de los nazis. Al ser un objetor de conciencia –enemigo de las armas y la violencia– condujo ambulancias en el frente italiano hasta ser asesinado en la batalla de Anzio, en 1944. En los minutos iniciales de The Wall –tanto el álbum como el filme–, su hijo Roger imagina el momento crucial y lo narra en la voz alucinada de Pink, el personaje principal de ambas obras.
A lo largo del disco y la película, los fantasmas de Eric y de Syd Barret, el primer vocalista de Pink Floyd, se unen para atormentar al protagonista, para conducirlo a la locura. Sin embargo, es en el tema The Fletcher Memorial Home –del disco The Final Cut– en el que el homenaje al padre adquiere altas dosis de paradoja y sarcasmo: en la letra se ordena la creación de un sanatorio psiquiátrico con el nombre del muerto para encerrar en sus paredes a los tiranos y los reyes. The Final Cut le lanza dardos a la dama de hierro Margaret Thatcher por la guerra de las Malvinas y culmina con una canción sobre el holocausto nuclear. A diferencia del activismo jipi de John Lennon, la música de Roger Waters –la hecha con Pink Floyd y en solitario– asume una postura combativa contra los determinadores de la guerra. No tiene piedad con ellos: los llama cerdos, perros, los fustiga. El rock progresivo de un huérfano azota a los poderosos, los reduce a caricaturas.
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La guerra es un asunto de niños. La planean, diseñan y ordenan los adultos. La llevan a cabo los niños, los jóvenes. Las barricadas rebosan de adolescentes. Lo fueron los argentinos enviados por la dictadura militar a defender las Malvinas. También los cadetes de Full Metal Jacket, la película de Stanley Kubrick. Y lo fueron los 18.677 menores de edad reclutados por las Farc, según datos de la JEP. Al menos esa es la idea disparadora de Matadero cinco, la novela más conocida del escritor estadounidense Kurt Vonnegut. A veces relato autobiográfico, a ratos aparente escritura de ciencia ficción, siempre sátira, la historia tiene un quiebre en la charla del personaje narrador con la esposa de un camarada de milicia. Con un sentido común demoledor, ella le recuerda y recrimina el tono épico de las ficciones sobre la guerra, incluso presente en aquellas que se proponen metas pacifistas. De alguna manera esto enmascara las verdades de los conflictos.
El arte no detiene las pisadas de la guerra. Una pintura no protege a los civiles del aliento de los obuses ni un poema preserva de la destrucción a las ciudades y pueblos. No obstante, el arte sí comunica la insensatez de las campañas bélicas y conserva vestigios de las voces para siempre silenciadas por la metralla. Los versos de ‘Un aviador irlandés prevé su muerte’, de W. B. Yeats –premio nobel de literatura– transmiten el destello de luz al que arriba el guerrero justo antes de hundirse en la nada: “Yo sé que mi destino está ya escrito/ allá, entre las nubes, en lo alto; / a quienes yo protejo en nada estimo, /odio no guardo a quienes combato”. Las líneas del poeta bosnio Izet Sarajliæ vibran con el miedo y la rabia de los asediados por los bárbaros: “El mercenario de Miloševic no sabe/ ni siquiera quién es Isak Samokovlija/ y sobre su tumba ha colocado una ametralladora. / Tampoco sabe quién es aquel que acaba de caer/golpeado por sus proyectiles”.
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La guerra la hacen personas ordinarias. Un tipo normal puede convertirse en un criminal. De un día para otro miles de labriegos pueden tomar los machetes para cortar las cabezas, los brazos, las vidas de sus vecinos. El reportero Jean Hatzfeld recogió en Una temporada de machetes las versiones en crudo de un grupo de genocidas responsables de delitos que hacen quedar corto cualquier adjetivo. Desde abril a julio de 1994 –cien días– los hutus desataron el apocalipsis en Ruanda: asesinaron a 800 mil tutsis, sus vecinos y compañeros. Las potencias europeas –¡qué novedad!– no movieron un dedo para detener la masacre. El libro de Hatzfeld es un verdadero descenso sin escalas al infierno. La guerra despojada de grandeza. La guerra es el fracaso de la cultura, de la inteligencia, de las religiones y el lenguaje.