El 8 de agosto de 1930 se registró en un anuncio de EL COLOMBIANO la apertura del almacén de confitería y pastelería atendido por un “experto suizo” para “despacho especial de toda clase de bizcochos, tortas, galletas y helados a domicilio”. El teléfono era 3447, de cuatro dígitos.
Antes de que llegara a Medellín, el suizo Enrique Baer había arribado a Barranquilla y a Bogotá. Tuvo suerte en la capital antioqueña, donde vio que la alta sociedad emergente podía ser ideal para un salón de té de estilo europeo, con repostería fina y dulces de calidad.
Don Enrique tenía un producto estrella: unos bocados de bizcocho pequeños, comunes en suiza, que silueteó con figuras de animales. Uno de esos fue un sapito verde, sencillo y muy expresivo, con los ojos saltones y la boca abierta como el juego de rana. En una incipiente traducción, el suizo trataba de explicar que eran morritos de ponqué, pero no pronunciaba bien la doble “r”, y decía moritos. Así los empezaron a llamar los clientes y aún hoy los animalitos de colores son insignias.
La repostería Astor está sobre el pasaje peatonal de Junín, que sigue siendo un eje comercial con restaurantes y locales tradicionales para tomar café y hablar acompañado de un bocado de parva fina. Junto al Café Versalles, son la memoria de los salones del Centro, de cuando se empezó a decir “juniniar”, del Club Unión, el hotel Europa y el teatro Junín, de las joyerías y relojerías europeas, y heladerías como Fuente Azul, que todavía existe, en Palacé.
Muchos han desaparecido con el tiempo, otros amenazan con desaparecer o enfrentan una situación crítica debido a la emergencia sanitaria por el coronavirus, como sucedió con el Astor hace dos semanas (ver Paréntesis).
Pero sus productos y comidas están entre las preferidas de muchos paisas. Prueba de ello es el tiempo. Algunos, como la panadería Palacio, que cumple 107 años, conservan el sabor de abuela con recetas centenarias.
El antropólogo Víctor Ortiz comenta que la importancia de estos lugares se debe a que la memoria de Medellín también está en el paladar, a pesar de que “no son considerados patrimonios ni hay políticas claras de conservación”, aun cuando cumplen un importante papel en la historia. Estos son tres ejemplos emblemáticos de la ciudad.
El Astor, la tradición suiza
La primera sede estuvo sobre Maracaibo con Junín, frente al Club Unión, al mejor estilo europeo: vajillas de porcelana pintada a mano, copas de cristal, cubiertos, teteras, tazas, bandejas de plata, manteles bordados.
Los moritos son animales simples: un pollito, una vaquita o el sapito que, por el coronavirus, ahora tiene tapabocas. “La gente le lleva a sus familiares fuera del país un regalito del Astor”, explica Natalia Vélez, directora comercial y de mercadeo de la cadena de repostería con seis sedes en Antioquia (Junín, San Lucas, Viva Envigado, Unicentro, Los Molinos y el Centro Comercial Unicentro). A pesar de que anunciaron el cierre de dos, han conservado su planta de empleados (180 personas), en su mayoría mujeres.
El animalario de productos incluye chicharras de chocolate, ratoncitos de aguardiente, pero hay toda clase de confites, pasteles y dulces. Está el naranjete, una cáscara de naranja caramelizada cubierta con chocolate y maní; la trufa de café irlandés, un bocado artesanal de chocolate semiamargo con cocoa rellena con crema de whisky y crema de capuchino de café; hay tortas, besos de negra, turrones de coco y maní, galletas de mantequilla, corazones sachers, trufas y bombones, toscanas, mazapanes y caramelos de fruta.
El salón del Centro –como las demás sedes– por ahora no tiene acceso público. Las sillas arrumadas y las vitrinas vacías muestran la inmensidad del lugar; las lámparas amarillas cuelgan alumbrando un vacío y los retratos de Facundo Cabral, Teresita Gómez, Víctor Gaviria y Juanes, visitantes célebres del lugar, parecen un pasado lejano. Las meseras aún despachan con su uniforme clásico de peto beis, balaca roja y malla, solo que esta vez no llegan a la mesa sino que empacan productos para llevar o para domicilio. Pidiendo a través del sitio web o las redes se le puede ayudar a esta institución para mantener abierta la tradición dulce.
Café Versalles, la embajada
El caballito de batalla de este sitio es la empanada argentina. El maridaje perfecto sigue siendo, desde hace 59 años, con ají, café y jugo de mandarina, otro clásico de Versalles. “La novedad de la empanada argentina fue que se le puso cubiertos, porque se desmoronaba el hojaldre y era más fácil comerla con un tenedor y un cuchillo”, explica Carlos Enrique García, empleado desde hace 40 años y actual representante legal. Todos los días hablaba con Leonardo Nieto Jarbón, su propietario, reconocido gestor entre la cultura gaucha y antioqueña, fallecido en la madrugada de este sábado.
Don Leo llegó en 1960 atraído por el rumor de la ciudad donde había fallecido el cantante Carlos Gardel, donde se escuchaba tango como si fuera su cuna. En 1961 adquirió Versalles, una repostería de catalanes que existía desde 1957 en la arteria comercial del Centro, Junín, sin mucho éxito. La compró el 15 de agosto de 1961 y la transformó en heladería y pastelería con sabores argentinos: pizzas, churrascos, milanesas, empanadas argentinas, cruasanes, buñuelos ovalados, pandeyucas en medialuna.
En esa década Versalles comenzó a ser visitado por artistas, intelectuales, deportistas, universitarios y cualquiera que tuviera algo para conversar. Los nadaístas, “unos locos mansos” en palabras de Nieto, empezaron a ir desde 1962 a tertuliar y tomar tinto por fuera de las horas pico, según lo pactado entre el grupo de “niños terribles” y don Leo.
Luego vinieron otros: la crítica argentina de arte Marta Traba, los dramaturgos Santiago García y Enrique Buenaventura; en 1966 el escritor argentino Jorge Luis Borges visitó por primera vez a Medellín por gestión de Nieto, y estuvo en Versalles; Manuel Mejía Vallejo escribió gran parte de su novela cumbre, Aire de Tango en el segundo piso del local; los ciclistas “Cochise” Rodríguez y el “Ñato” Suárez eran asiduos.
El empalme cultural entre Medellín y Buenos Aires fue gracias a don Leo: fundó el primer Festival Internacional de Tango en octubre de 1968 –aún se realiza– con invitados como Aníbal Troilo y su orquesta, Edmundo Rivero, Jorge Valdez, Tito Lusiardo y Horacio Deval. Tiene otro hito en su repisa: ayudó en la fundación de la Casa Museo Gardeliana, ubicada en La 45 de Manrique.
59 años se ha mantenido en pie Versalles, con ese aire de tango de fondo y sus mesas de baldosas dibujadas. Los dos pisos de la calle Junín, “donde siempre son las doce para almorzar”, nunca había cerrado en seis décadas. Hasta los últimos días antes de su muerte don Leo, de 94 años, seguía pendiente de su negocio. Carlos Enrique le contaba las novedades y de los clientes que no dejan de visitar el local, así sea para llevar un pan.
Ni siquiera durante la pandemia han parado las ventas de empanadas argentinas y chilenas, el soufflé, el palito y el cruasán de queso. Aún la gente sigue haciendo fila para encargar las lionesas, la torta holandesa y los alfajores. Desde temprano, a media puerta, hay fila en la calle por la misma razón que han persistido en el tiempo: “Salir a ‘juniniar’ y no llegar a Versalles es como si no hubiera llegado al Centro”, afirma García.
Como todos los establecimientos, este también espera el aval del Gobierno para abrir con medidas cautelares. A pesar de la difícil coyuntura, los propietarios mantienen a los 65 empleados que aún trabajan en varios turnos para atender los domicilios y el punto de venta. Si desea ayudarlos puede pedir domicilios a través de sus redes sociales.
La Panadería Palacio
El bizcochuelo es una preparación de cinco generaciones. Es uno de sus secretos mejor guardados, que solo se consigue en la panadería Palacio o Las Palacio. Su textura es crocante, sedosa, frágil y con olor a yema de huevo, distinto del bizcocho de cualquier panadería, duro y de obligado remojo.
El secreto de este establecimiento es su formulación y elaboración. Sus productos no usan conservantes ni aditivos y todos son artesanales, en su mayoría hechos a mano, manteniendo las recetas de hace un siglo que aprendieron tres mujeres de un monje español.
Carmelita Palacio y sus dos hijas, Rosa y Magdalena, recibieron las preparaciones de un fraile que pasaba por Santa Rosa de Osos, municipio al norte del Valle de Aburrá. A cambio de posada les enseñó los secretos de la harina que puede degustar hoy cualquier paladar: los bizcochuelos de yema, los marranitos, la rosca de sagú, el pan de yuca blando, las rosquitas de anís, los mojicones o los pasteles de Gloria –hojaldres rellenos de guayaba, cidra o dulce de leche–.
Según el investigador Alexánder Arcila, su primer local registrado estuvo en la Calle Real con Colombia del municipio lechero. Una de Las Palacio, Magdalena, trasladó su negocio de parva a Medellín en 1935 y se ubicó en la esquina de Juanambú con Cundinamarca, cerca a la plazuela Rojas Pinilla. Desde 1960 se trasteó a la sede de La Paz con Carabobo, donde todavía sigue el punto de fábrica.
Por la pandemia, en sus tres sucursales (Carabobo, Éxito de Colombia y Laureles) atienden a reja cerrada, con pedidos para llevar en el sitio, a través de domicilios atendidos vía WhatsApp y por redes sociales, cuenta Emma Delgado, auxiliar administrativa.
Cerca de 15 personas aún trabajan en el sitio para atender a los clientes, que llegan con tapabocas a pedir el tradicional bizcochuelo, un café con un pan aliñado o unas marranitas para llevar y endulzar una tarde dura de aislamiento..