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Elecciones en medio de la orfandad ideológica

Un recorrido por 200 años de ideologías en el país —Radicales, Los Leopardos y Los Nuevos— revela que estamos ante una ausencia de ideas.

  • Elecciones en medio de la orfandad ideológica
13 de mayo de 2022
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Cuando la Nación, en vísperas de elecciones presidenciales, ve la ausencia en la controversia política de principios y conceptos que enriquecen la discusión para formar opinión pública deliberante y vigorosa, vienen a la memoria los movimientos ideológicos que alguna vez marcaron las diferencias en la vida de los partidos políticos colombianos. Ellos proponían, no pocas veces con fanatismo desmesurado que llevaron a guerras civiles, lo que creían eran las bases esenciales para la construcción de un Estado eficiente y justo. Eran discrepancias en donde si bien, repetimos, hubo violencia partidista, las acusaciones por corrupción en el ejercicio político nunca guardaron semejanza con las que hoy invaden la acción pública, y la droga no era el combustible para alimentar la subversión y la muerte en todas sus modalidades.

Tres grandes movimientos hubo en los siglos XIX y XX en su política y pensamiento. Los Radicales en el siglo XIX. Los Leopardos y Los Nuevos en las primeras décadas del siglo XX. Todos surgieron para refrescar la discusión alrededor de los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador. Emulaban en el Congreso de la República, en los foros intelectuales, en la universidad. El verbo se hacía carne e iba atado a lo sustantivo. Planteaban propuestas y principios en batallas cruzadas, no solo en los campos de batallas bélicas, sino en los frentes intelectuales, enarbolando tesis económicas, comerciales, políticas, ideológicas, recogidas en Constituciones que resumían los talentos, talantes, filosofías de Estado y creencias de sus protagonistas. La mayoría de las veces en esas Cartas Fundamentales se lograban consagrar hegemonías. Más bien pocas nacidas en consensos. Pero las discusiones le daban brillo, permanencia, consistencia a las ideologías.

El radicalismo

El tema religioso fue uno de los combustibles para encender la palabra y la idea en el radicalismo liberal. Hicieron en Rionegro su propia Constitución, la de 1863, de corte federalista y laica. Era la centuria, siglo XIX, en la que la ortodoxia conservadora y la heterodoxia liberal chocaban desde los mismos comienzos de la formación de los partidos políticos. Transformadores y librepensadores los seguidores de Ezequiel Rojas, fundador del liberalismo. Doctrinarios y clericales los partidarios de Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro, fundadores del conservatismo. Aquellos, en la garganta y en la pluma de Florentino González, defendían a capa y espada el librecambio. Estos, los conservadores, auspiciaban el proteccionismo adelantándose en más de cien años a las tesis cepalinas de Raúl Prebisch. El dominio de la tierra y la explotación de la religión eran los insumos para combatir a los latifundistas y al Estado confesional. Después se proclamó la conservadora y centralista Carta Constitucional de 1886, regida por un Estado confesional inspirado por la llamada Regeneración, de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro. Con ella se le propinó el golpe mortal a la Constitución federalista de 1863.

Los radicales no solo combatieron las instituciones coloniales heredadas de España, sino que se enfrentaron a lo que ellos llamaban “los irritantes privilegios del clero católico”. Mientras el conservatismo se inspiraba en Balmes, los radicales lo hacían en Bentham. Aquellos eran más partidarios de Bolívar. Estos, de Santander. La lucha ideológica era evidente. De ese grupo de Radicales sobresalieron Manuel Murillo Toro, Aquileo Parra, Salvador Camacho Roldán, Florentino González, José María Rojas Garrido, José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera. Algunos fueron presidentes de la República en tiempos de las hegemonías liberales. En el caso de Murillo Toro, dos veces presidente, uno de sus gobiernos fue de los más progresistas del siglo XIX. La red de ferrocarriles, telégrafos, cartografías, alumbrado público con gas, y la primera ley antimonopolio, son puntos sobresalientes de sus dos gestiones. Como lo recordaba el expresidente de la Andi, Luis Carlos Villegas, Murillo Toro llegó a Cartagena como presidente electo procedente de Nueva York en el buque insignia del presidente Lincoln, su amigo.

Los Leopardos

A finales de la segunda década del siglo XX irrumpió en la política colombiana un grupo de jóvenes conservadores que por su garra en el combate político y su irreverencia para con los sumos sacerdotes de su colectividad, se llamaron Los Leopardos. Aspiraban a reformar, desde los bancos universitarios, lo que consideraban una esclerótica política conservadora. Acusaban a los viejos caciques de la guardia azul de negar la existencia de los problemas sociales. Defendían que enfrentarlos era un mandato popular perentorio, impostergable y dramático. Todas esas reformas olvidadas, represadas, irían a constituir el almácigo para reventar las reivindicaciones y estallidos de violencia social y política con el tiempo.

El sindicato de inconformes lo componían el caldense Silvio Villegas, el chocoano Eliseo Arango, el paisa Augusto Ramírez Moreno y el santandereano José Camacho Carreño. También hizo parte del grupo, con efímero paso y sin ninguna proyección especial, Joaquín Fidalgo Hermida.

Ese grupo de Los Leopardos, compuesto por grandes oradores y lectores, devoraban libros de autores de todas las ideologías. Por sus manos pasaron desde Nietzsche hasta los ideólogos de la Acción Francesa derechista, Charles Maurrás, Maurice Barrès, personaje que sostenía que el culto del ego constituía la principal causa de la corrupción de la civilización occidental. Devoraron las obras de Núñez y se inspiraban en el pensamiento de Bolívar. Invocaban a menudo las doctrinas evangélicas. Algunos, además, tenían una larvada admiración, más por los gestos teatrales de Mussolini y Hitler, que por sus ideas.

Polemistas brillantes. Como congresistas se enfrentaron con valor a los gobiernos de López Pumarejo y Eduardo Santos. Y también a Laureano Gómez, a quien se opusieron por considerar que ejercía en el conservatismo una “disciplina para perros”, como la llamó Ramírez Moreno, para significar que esa no se ceñía a su talante rebelde.

Fueron Los Leopardos, en síntesis, una atractiva aventura de escritores cultos, de oradores brillantes, de dialécticos macizos que intentaron, desde la derecha, mover un partido que se anquilosaba bajo el rejo de los patriarcas de la tribu azul. Y con su lenguaje, no pocas veces desafiante, que en vez de armonía llevaba a la hostilidad –que hacía recordar la leyenda de la campana japonesa que vibraba con un pensamiento y se estremecía con una palabra para alterar la paz– avivaron el sectarismo de partido para terminar muchas de sus manifestaciones en plazas públicas con no pocos contusos debido a los ataques de la sectaria policía liberal y de los grupos de adversarios que vociferaban abajo, estimulados por el alcohol. De sus gargantas no solo brotaron metáforas llenas de lirismo, sino también convocatorias sectarias al revanchismo.

Los Nuevos

Paralelo al surgimiento del grupo derechista de los Leopardos, nació el de Los Nuevos, de tendencia liberal-socialista. Si aquellos pretendían con sus irreverencias y arengas —que no pocas veces inflamaron más el sectarismo de la segunda y tercera década del siglo pasado— desbancar a los curtidos caciques godos, Los Nuevos buscaban sustituir la vieja generación del llamado Centenario. La generación que surgió en 1910, para conmemorar el primer siglo de independencia, formada por escritores e intelectuales de la cual hicieron parte Eduardo y Enrique Santos, del periódico El Tiempo; Luis Cano, de El Espectador; Olaya Herrera, Luis Eduardo Nieto Caballero, Alfonso López Pumarejo y Laureano Gómez. Ellos determinaron la vida de una época, un modo de ser y de pensar en Colombia.

Del grupo de Los Nuevos, conformado en la época en que era presidente el general Pedro Nel Ospina e influenciado por la obra Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, hicieron parte en las distintas épocas de formación y desarrollo, Gabriel Turbay, Jorge Eliécer Gaitán –quienes años después se enfrentarían por la candidatura presidencial–, Luis Tejada, José Mar, María Cano –la paisa llamada “la flor del trabajo” por sus luchas obreras– y Diego Mejía. También Alberto y Felipe Lleras Camargo y los poetas León de Greiff, Rafael Maya, Jorge Zalamea y Luis Vidales, quienes solo respetaban “los valores eternos del espíritu”. Para estos poetas, decía alguien, “un verso, una frase musical, un dibujo de Renoir, una página de Dostoievski, superaban toda acción política”. Le pusieron rima a lo estéril de la política. Mezclaban política con literatura. Un coctel menos peligroso que el de incienso y pólvora.

Este grupo, en contraste con los Leopardos que predicaban los principios católicos y derechistas, preconizaba las tesis socialistas y de izquierda. Encontraron en el maestro Baldomero Sanín Cano un afortunado mentor. Don Baldomero insistió para su apoyo, en que el liberalismo debía adoptar las ideas socialistas, coincidiendo con lo que antes había pregonado Uribe Uribe cuando invitaba al liberalismo “a beber en las canteras inagotables del socialismo”.

Años más tarde, Jorge Eliécer Gaitán, de Los Nuevos, se graduaría como abogado con la tesis “Las ideas socialistas en Colombia”. Y las plasmaría en su partido, de efímera vida electoral, la UNIR –Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria–. Ese grupo, bohemio, brillante y contestatario, “se reunía, al igual que los Leopardos, en el café Windsor”. Ambos, coincidieron en el aporte a la rebeldía política a hicieron parte no solo del Congreso de la República, sino de ministerios y embajadas y dejaron una herencia de carácter político y literario de importancia nacional para unos, como no pocas pasiones enardecidas para otros, en un medio políticamente sectario como el de aquellos tiempos. Si bien hubo controversias inteligentes en el fuego verbal cruzado de estas dos fracciones, también se estimularon las más absurdas retaliaciones.

Hoy el país nacional mira la orfandad ideológica y humanística del país político. Y con esta carencia de ideologías se prepara el elector a cumplir el 29 de mayo con la rutina de acudir a las urnas. A seguir votando con poco entusiasmo por el que da la tierra, por el que menos daño le pueda hacer a esta frágil democracia, sin convicción alguna de que está sufragando por un verdadero estadista

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