<img height="1" width="1" style="display:none" src="https://www.facebook.com/tr?id=378526515676058&amp;ev=PageView&amp;noscript=1">
x
language COL arrow_drop_down

Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula

El difícil camino que transitan los estudiantes en zonas rurales de
Antioquia. Historia de una jornada en el corazón de la cordillera.

  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
  • Ir a la escuela, la larga travesía de Daniela a lomo de mula
26 de julio de 2018
bookmark

La luz se cuela por las rendijas de la pared de madera que separa la cocina de la pieza principal. La penumbra ayuda a delinear al otro lado la figura de Carlos Ciro, un campesino menudito de 64 años, que silba los versos de Ilusión perdida, un éxito popular de Rómulo Caicedo, mientras muele el maíz para las arepas. “Me hace recordar de aquel ayer que fuimos tan felices”, dice la canción.

Apenas clarea en el cañón del Melcocho, en límites entre El Carmen de Viboral y Sonsón, en el Oriente antioqueño. La civilización está a cuatro horas a caballo, no hay otro medio de transporte para llegar hasta la casa de madera, con barandas de guadua, techo de lata, cinco bombillos y fogón de leña de cuatro puestos, donde viven Ciro, su esposa Magdalena Estrada y José y Daniela, los últimos de los 12 hijos que tuvieron.

“No me sé completa la canción pero me gusta mucho”, dice Ciro, al que conocen como Puñalada en ese caserío confinado a la lejanía que se llama El Porvenir. “Yo soy sin pereza siempre, a mi señora le llevo los tragos a la cama desde hace 33 años”, cuenta.

Daniela aparece en escena. Se frota los ojos con sus puños desde su pieza. Se levanta con la misma ropa que trajinó el día anterior: un bluyín desteñido y una blusa azul claro, tal como ahora está el cielo.

“Me hace el favor y se pone a desgranar maíz para los pollos”, le ordena Carlos.

Tiene que afanarse para hacer los oficios pero no tanto como hace un año. Entre su casa y la escuela de El Porvenir hay un camino de herradura de cinco kilómetros, una hora de camino con pies ligeros, aunque el regreso tarda más porque es en ascenso.

Daniela tenía que sortear a pie el terreno quebrado de la media loma donde vive y cruzar tres arroyuelos para llegar a tiempo a la escuela que tiene un letrero grande en un costado que dice: “la alegría está Porvenir”. Estaba cansada de tanto agite pero el año pasado todo cambió. Un macho de pelaje café y patas pintadas llegó de repente a su casa.

La Secretaría de Educación de El Carmen de Viboral le entregó el animal a la niña. El comodato hace parte de “Mulas para educar”, un programa que presta animales de montar a los niños de las zonas rurales que viven lejos de los pupitres, con la única condición de que terminen la escuela.

“Me puse contenta cuando me lo entregaron. Hace mucho tiempo, desde que estaba en preescolar –dice, como si los recuerdos se pudieran escapar en apenas ocho años de vida-, me tocaba caminar de arriba a abajo. Me dolían mucho los pies. Ya ahora el único que llega sudado es el macho”. Sonríe.

Ahora solo se demora media hora en cada trayecto.

“A mi amiga Jimena también le dieron una mula pero se pasó de potrero y se la llevó el río”, añade con pesar.

Por eso desgrana tres mazorcas con rapidez, llena una coca plástica que le entrega a su padre y corre a la cocina para preparar la melaza del macho, a quien bautizó como Niño. Echa agua en un balde curtido, se arrodilla y mete su brazo para diluir la miel.

Magdalena, la madre de Daniela, prende las brasas con cabos de vela. Asa las arepas y hierve agua. “Le soy franca, no nací para madrugar”, se exculpa y, luego sentencia: “A los hijos los levantamos con aguapanela y chocolate, nunca tuvimos para una vaca lechera”.

Un viaje que era a pie

El Porvenir está asentado en el final de la cordillera donde sopla viento tibio. Tiene 1.700 hectáreas, todas inmersas dentro de la reserva de los cañones de los ríos Melcocho y Santo Domingo. La topografía es accidentada, producto de la erosión de los ríos. La zona se precia de gran riqueza hídrica: solo la cuenca del Melcocho tiene 14 afluentes.

Por ejemplo, en la casa de los Ciro Estrada hay una canilla que siempre está abierta y que, como en posada campesina que se respete, alimenta un tanque que nunca está vacío.

De ese tanque Daniela saca el agua para darle de beber a Niño. Con la mezcla dulce terminada toma el bozal y se dirige al entechado donde pernocta el animal.

“Hola mi Niño”, saluda. Le dice dos, tres palabras y le empieza a hacer los amarres. Lo hace con desparpajo, con la destreza de un peón de antaño. “Aprendió viéndome ensillar”, cuenta Ciro con orgullo.

El animal no hace repulsa. Ya con el cabezal puesto, Daniela lo hala sin esfuerzo. Niño parece seguirla.

Llega a otra estancia donde ata el macho. Saca la montura, pone la alfombra, luego la silla y con sus manos pequeñas tiempla la cincha con sus dobleces respectivos. No le pone el freno para que su compañero beba con comodidad.

“Apúrele niña que todavía no se ha organizado”, le grita Magdalena, una matrona de 52 años que ya tiene seis nietos. No sabe si nació en El Carmen o en Cocorná porque, explica, su partida de bautismo es un enredo. Pero sí se acuerda que conoció a Ciro en una romería y que la primera invitación fue a chocolatina.

Sus otros ocho hijos –dos fallecieron chiquitos- se fueron a buscar mejor suerte en los cultivos de papa y fresa de La Unión (también en el Oriente) y en los aserríos de Gómez Plata (Nordeste).

Pese a la lejanía, la violencia que azotó al Oriente también pasó por el El Porvenir. Cuenta Magdalena que de las 45 familias que vivían en la vereda, la mitad se fue por temor a los días de tedio.

“Las balas zumbaban. Pasaba gente armada pero nunca se metieron con nosotros. Los vecinos se fueron de miedo, nosotros nos quedamos. No mataron a nadie”, cuenta, mientras le sirve el desayuno a Daniela, que ya tiene puesto el uniforme de sudadera verde y camiseta blanca.

En los 90 empezó el desplazamiento forzado de los campesinos del Oriente, por la disputa, a sangre y fuego, entre las guerrillas, los paramilitares y la Fuerza Pública.

Según la Defensoría del Pueblo, la mayoría de los asesinatos colectivos ocurridos en las últimas dos décadas en Antioquia se concentraron en esa subregión de departamento. San Carlos, San Rafael, San Francisco, San Luis, Cocorná, Granada, Sonsón y El Carmen fueron los más afectados por las incursiones armadas.

En la última década las familias han retornado a El Porvenir, impulsadas por la añoranza de escuchar el arroyito que baja del cerro y trae recuerdos de la juventud.

“Mírela, ahora es más animosa que antes”, dice Ciro, haciendo notar que la llegada del macho aumentó el entusiasmo de la niña por estudiar. Daniela termina el desayuno -arroz, fideos con atún, tajadas de plátano maduro y tortas de chócolo-, se lava los dientes, pide la bendición a sus padres y se trepa a la montura.

“Se preocupa uno menos porque ya no coge el camino sola”, afirma Magdalena.

Llegamos donde esperan

Los últimos copos de niebla bajan del filo de la cordillera hasta esfumarse. Árboles florecidos, color lila y amarillo, adornan el paisaje por donde ahora transita Daniela. Arquea su cuerpo hacia atrás y tiempla la rienda en las primeras pendientes. Con su mano izquierda le da curso al macho que no opone resistencia.

Tiene tres manillas, dos escapularios y un reloj de pantalla delgada como su muñeca. Cabalga sin prisa mientras bordea la colina. Sus botas negras de tela se empinan para alcanzar los estribos. Pero va cómoda, rumiando su soledad en silencio mientras los pájaros hacen su festín matutino.

Abre los portillos sin tener que bajarse del animal. En cada estaca que erige la puerta hay empotrada una máquina de moler marca Victoria. Cruza las quebradas y sonríe. “Antes tenía que caminar todo esto. A veces me acompañaba mi hermano pero otras veces me venía sola”, relata.

El paisaje luce inmutable hasta que Niño termina de romper la montaña y asoman las primeras casas. El sonido ambiente cambia con los zumbidos que salen de los equipos de sonido. En la última recta la carga se suelta y Daniela agita su mano para saludar a sus compañeros.

Llega hasta la pared donde está pintado el letrero y desciende. Son más de las ocho de la mañana y la profesora Alis Gabriela Hernández ya espera.

Desensilla el macho, organiza los aperos y, en un pacto de comunión con el amigo del camino, lo suelta para que paste en libertad. No hay alegría si no se comparte.

“Los compañeritos le ayudan porque acá se trabaja en equipo. Siempre ha sido una niña dedicada pero tuvo un tiempo en que no quería volver, tal vez, por el cansancio. Ahora que tiene su medio de transporte se le ve contenta”, dice la profesora.

En el aula hay cinco pupitres para nueve estudiantes, que cursan de segundo a quinto grado. Daniela está en tercero y se sienta con otros dos compañeros que leen silábicamente sobre las funciones de las ramas del poder público.

“Rama le-gis-la-tiva”, deletrea un niño. “Es la encargada de hacer las leyes”, amplía. Otros dos repasan la diatriba de la llegada de Cristóbal Colón a América, proceso que los libros todavía se empecinan en llamar Descubrimiento.

Daniela señala que será difícil continuar en el colegio después de quinto grado porque “hay muchas cosas en inglés, y yo no sé nada”, aunque su familia quiere apoyarla para que, al menos, termine el bachillerato. Hasta ahora solo uno de los diez hijos logró graduarse. José, el otro niño de la casa, está en octavo grado.

“Si Daniela quiere ser profesora o médica, que lo sea, que siga adelante”, dice Ciro.

En el recreo se arma la barahúnda. Gritos y verbena. Cuatro se ponen de un lado y cuatro del otro en la placa polideportiva y comienza el clásico del fin del mundo. Daniela abre los brazos para apalancar su cuerpo y remata con derecha. Pasa dentro de las piernas del portero y a celebrar.

La jornada termina después de más lecciones de historia mal contada por las cartillas. Daniela va de nuevo, con el bozal en la mano, a buscar a Niño. Lo ensilla y emprende el regreso en medio de un calor abrasador. Anda y desanda el camino que es la vida misma, porque, como escribía Saramago en El Viaje del Elefante, siempre acabamos llegando a donde nos esperan.

$!Ir a la escuela, la travesía de Daniela a lomo de mula
El empleo que busca está a un clic

Te puede interesar

Las más leídas

Te recomendamos

Utilidad para la vida

Regístrate al newsletter

PROCESANDO TU SOLICITUD