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El ‘More’ llora a su perro en la glorieta de la Minorista

El animal de compañía murió hace más de un año pero su dueño, habitante de calle, no lo arrojó al río sino que le cavó una tumba, donde le lleva flores y le ora cada día.

  • El ‘More’ enterró a su perro Niño en pedazo de tierra de la glorieta de la Minorista. Lo sembró para seguirlo amando durante toda su vida. FOTOS julio césar herrera
    El ‘More’ enterró a su perro Niño en pedazo de tierra de la glorieta de la Minorista. Lo sembró para seguirlo amando durante toda su vida. FOTOS julio césar herrera
  • El ‘More’ sepultó a su amigo canino entre un maletín con el uniforme del DIM y todas las cosas que uso en vida. FOTO julio césar herrera
    El ‘More’ sepultó a su amigo canino entre un maletín con el uniforme del DIM y todas las cosas que uso en vida. FOTO julio césar herrera
19 de enero de 2023
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Mi perro ha muerto. Lo enterré en el jardín, junto a una vieja máquina oxidada. Allí, no más abajo, ni más arriba, se juntará conmigo alguna vez”. Lo escribió Pablo Neruda. Y lo hizo el “More”, un habitante de calle de Medellín, tan anónimo como el silencio, quien guiado por un impulso de su corazón decidió sepultar a su perro en una glorieta de la ciudad.

Lo enterró allí, en el mismo lugar donde compartió con él barro y dolor, noches de frío y soledad y por qué no, alegrías, dichas de esas pasajeras que de vez en cuando saborea hasta el más amargo y triste de los humanos.

“Se llamaba Niño. Lo puse así porque cuando lo conocí tenía apenas como un año. Su mirada me movió el alma”.

El More, que prefiere no decir el nombre “porque yo no importo sino mi perro”, tiene los ojos llorosos. Al rato, ya no son los ojos, su rostro todo es un charco. Parece que lloviera, pero no, no hay nubes. Lo que llueve es dolor en su alma al recordar al que se le fue un día, en total silencio, sin que él sintiera siquiera el último suspiro de su despedida.

“Yo estaba acá, en mi carpa, como siempre. Madrugué a comprar una leche, él se quedó esperándome, había pasado la noche enfermito, cuando volví le di su desayuno, se echó a mi lado, y yo seguí en mi trabajo, reparando zapatos”, cuenta el More.

El campo, su metro de tierra, está sembrado de flores. De flores artificiales, rosas, girasoles y claveles de tela. “Las sembré así porque me duran más, las fui consiguiendo de a una, cuando veo algo bonito por ahí pienso en la tumba de mi Niño y lo traigo”, dice.

Un día, de esos tantos que experimenta un habitante de calle, el More se fue a la plaza Minorista a entregar un trabajo. Con lo que le pagaron, compró algo, un pastel de pollo, una empanada, no recuerda bien qué. “Salí comiendo y el perrito se me arrimó, le di un pedazo, le sobé la cabeza y seguí”.

Hundido en sus angustias del día, en sus afanes, el More, que coge zapatos viejos y los recupera para luego venderlos a otros humildes del sector, no se percató de que el perro lo siguió hasta su sitio, a su pedacito de glorieta en el que instala cada día una carpa que le sirve de casa. Cuando se sentó, su mirada se cruzó con la del canino, una mezcla de lobo siberiano y labrador, con porte de gran señor y ademanes de niño.

“Eso fue hace mucho. El perro estuvo conmigo ocho años, pero se murió en diciembre de 2021, calcule usted”, dice. Su mirada se encharca. Me toca el alma y para respetar su sentimiento, también callo un rato.

“Desde ese día se volvió mi amigo, yo vivía con mi compañera y él compartía con los dos, cuando yo me iba se quedaba con ella y cuando yo volvía era la felicidad con esa cola”.

Sobre la avenida suenan pitos, frenazos, el ruido de los carros que pasan. El aire es pesado. Pero el More no lo nota. Vuelve a sollozar. Como todos los días, sus manos se posan sobre las flores sembradas en la tumba de su amigo. Flores artificiales para un amor que fue real y natural. ¿Será que la muerte borra todo? “Mi Niño no está muerto. Está vivo. No murió porque su amor está en mí”.

Sus palabras de simple mortal me parecen más bellas que las de Neruda. Pero el More no dice nada sobre sí. ¿Habrá sido albañil, carpintero, bachiller, tecnólogo o ingeniero? O a lo mejor un desplazado más de los tantos que llegan a Medellín cada día, en las madrugadas o las noches. Se volvió salvador de zapatos en las calles, en las que está hace veinte años. Es lo poco que revela.

Pero lo que importa es su alma, a fin de cuentas. “Un hombre que ama un perro es un buen ser humano”, he leído mucho por ahí. Es verdad. Nadie da lo que su alma no tiene.

“¿Que por qué lloro por Niño?... es que nunca una persona me dio más amor que él. Cuando murieron mis padres yo no estaba con ellos, no fui ni al entierro, me di cuenta fue al tiempo. A nadie he querido más que a mi perro”.

Una gorra blanca lo protege del sol. El More carga a cuestas un dolor. Un día se separó de su compañera y se fue a vivir a una pieza. Allí no podía tener a Niño, entonces el perro se quedó con ella. Por alguna razón, un día ella también emigró y Niño se quedó solo. Ambuló por las calles, pero cada tarde o cada noche iba al sitio donde el More y su amada lo cuidaron. No los veía, como en la película “Siempre a tu lado” del perro japonés Hachikö. Era de llorar.

“Cuando volví, el perrito se me enfermó. Le di medicinas y todo. Ese último día, después de que desayunó y se echó al lado, seguí con mi trabajo pero lo noté muy quieto. Le dije ¡Niño, Niño!... pero no se movió”.

“... se fue con su pelaje,

su mala educación, su nariz fría”, como el de Neruda.

Y entonces el More decidió abrirle una tumba en el mismo lugar donde compartió con él ocho años. Un amigo de la calle le ayudó a cavar el hoyo. El único amor de su vida el More no lo iba a arrojar al río, como acostumbran hacer otros habitantes de calle cuando mueren sus perros.

“Saqué una maleta grande que tenía y ahí lo metí, con todo lo de él, su ropa, porque yo lo vestía, sus collares, los platos en los que comía y si hubiera podido le habría dejado llevar mi corazón”.

Pero el More prefirió quedarse con el corazón entre su pecho para poder llorar a Niño. Lo hace cada día al amanecer y cada noche antes de cerrar sus ojos.

“También le rezo. Ese perrito era el único ser que me dio lealtad, siempre estaba conmigo, y si me veía con alguien ahí estaba”.

Un día, no recuerda cuánto hace, Niño casi se le va. Por cruzar la avenida Regional, que era su territorio, un camión estuvo a punto de arrollarlo, pero en el frenazo se volcó. Llevaba mercancía y el More dice que al conductor no le pasó nada. A Niño tampoco, siguió inocente su camino hacia la glorieta.

Allí mismo donde está, sepulto para siempre, bajo un árbol de pomarrosa que les da sombra a las flores artificiales que cubren el metro cuadrado de la tumba.

“Lo enterré con el uniforme del DIM”, dice el More. Difícilmente alguien podría desenterrarlo. More sabe que en cualquier instante él partirá de allí. O de la vida. Y nadie sabrá que dos metros abajo está su Niño. En dos días ya no estarán las flores de tela ni los otros pequeños adornos de la tumba. Pero Niño seguirá allí, eterno entre la tierra. Porque “No hay adiós a mi perro que se ha muerto. Y no hay ni hubo mentira entre nosotros. Ya se fue y lo enterré, y eso era todo”, escribió Neruda . n

8
años estuvo Niño al lado de el More hasta que un día se fue silencioso al infinito.
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