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A los diez años, cuatro meses y ocho días sonó el teléfono. Gilma Rosa Vásquez y su hija Millely acababan de llegar a su casa en el barrio Villas del Sol, en Bello. “Aló”, contestó Millely. ¿Este es el número de doña Gilma?, preguntaron. “Habla con la hija...”. ¿Está con ella? “Sí”. Aléjese un poco, sugirieron. “¿Que Carlos apareció?”. Llamaban de la Fiscalía. Era 22 de septiembre de 2017. “¡¿Vivo?!”. No, respondieron. Millely enmudeció. Su mamá la miró y no encontró más que silencio.
La escena la describen cuatro mujeres en una sala repleta de fotografías familiares. Gilma, Millely y dos de sus hermanas, Luz Mariela y Claudia, reviven los hitos en la búsqueda de Carlos Javier, el cuarto de ocho hermanos. El 14 de mayo de 2007 salió de su casa a buscar trabajo como ayudante de construcción. Se despidió de su mamá y luego “la tierra se lo tragó”.
Gilma estaba sentada en uno de los muebles cuando Millely contestó. “¡¿Vivo?!, escuché patentico”. Pero sus oídos no pudieron ir más allá. A su hija le hablaban de unos “hallazgos” relacionados con Carlos Javier. ¿Lo conoce?, preguntaron. “Claro, es mi hermano”. Una alegría inmensa la recorrió, como un calambre. Suspiró. Luego vino el guarapazo: “Es para que venga a reconocer las cosas; el cadáver”.
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Esta historia, cuyas lagunas se despejan con el relato de una madre, tres hermanas, una necropsia y un fallo del Juzgado 28 Administrativo de Oralidad de Medellín, no es nueva en Colombia. A Carlos Javier le quitaron la vida en una ejecución extrajudicial. Es uno de los falsos positivos con los que carga el país, según corroboró el juzgado.
La diferencia de este caso es que los Vásquez ya cerraron su búsqueda. Hace dos semanas recibieron los restos de quien fuera el menor de los tres hombres de la casa; de un muchacho trabajador, “llevador de mercado”, a quien el Ejército rotuló como miembro de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, para justificar su muerte.
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Los Vásquez llegaron a Medellín hace 39 años. Son de Campamento, en el Norte, y fue Gilma la que emprendió camino. A sus 73 años, vestida de falda gris, camisa rosada y zuecos negros, recuerda que llegó a la ciudad, se organizó con el papá de varios de sus hijos y se fue a Yolombó a trabajar en casas de familia. Los niños —ya vivía Carlos Javier— se quedaron en el pueblo, bajo custodia de la abuela.
Cuenta Luz Mariela, la mayor de los ocho hijos, que su hermano tenía escasos siete años cuando llegó.
“Lo pusimos a estudiar acá, en Medellín, pero era durito. No le gustaba”.
Las sendas escolares no fueron lo suyo: “Repetía y repetía años. Solo hizo hasta cuarto de primaria”, dice Gilma.
Pero Carlos Javier solventaba las fallas académicas con su habilidad para el trabajo. Desde chiquito fue rebuscador. Creció, aprendió construcción y se empleó como ayudante. “Llevador de comida... ¡Usted no se imagina!”, dice Millely. “Sí, un relojito con el mercado”, confirma su mamá.
De tez clara, estatura media, “bien parecido”, dicen sus hermanas, el rito de Carlos Javier era el siguiente: “Mami, baje a La Minorista pa’ que merquemos. Llenaba el costal. Todos los sábados”. El último mercado que hicieron juntos fue el 12 de mayo de 2007, dos días antes de desaparecer. Entonces, los Vásquez vivían en Manrique, en la zona nororiental de Medellín.
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La visita a la Fiscalía, en septiembre de 2017, se concretó porque Luz Mariela devolvió la llamada que contestó Millely. Los Vásquez no confiaron en lo que dijo el hombre que se identificó como miembro del ente investigador. “Una conocida que teníamos allá averiguó”, recuerda Luz Mariela.
“Resulta que era verdad”. Pactaron una cita en el búnker de la Fiscalía. Allá terminó buena parte de la familia.
Apeñuscados, en una oficina, la ausencia de Carlos Javier cobró sentido. “Que lo habían reclutado en Medellín; que con engaños; que para trabajar en una trilladora; que el Ejército tuvo que ver”, relata Claudia. Lo que pasó con muchos: “Los llevaban a un punto y les daban de baja”.
En medio de lagunas, las Vásquez cuentan que en ese cuarto conocieron lo que era un falso positivo (En Colombia se habla de 6.402 casos investigados). Es como si la historia de los colombianos que cayeron en ejecuciones extrajudiciales fuera la de ellas; como si bastara con calcar el dolor, cambiarle el nombre y saber que la tragedia de muchos era la propia.
“¿Quieren ver fotos?”, dijo el investigador. Claro que querían ver fotos: no era suficiente con las pesquisas que la Fiscalía hizo en Campamento; que en una fotocopia de la cédula se leyera “Carlos Javier Vásquez”; que un examen basado en los dientes de un cuerpo hallado en Segovia confirmara el vínculo.
Vieron los registros: saltaba a la vista el escorpión que se había tatuado en un brazo. Las fotografías ajustaban diez años, eran del levantamiento del cuerpo. Carlos Javier había muerto el 2 de julio de 2007. Gilma, que no fue a la diligencia, dice: “Cuando supe que era él descansé. Fue muy duro, pero no estaba por ahí sufriendo”. Era él: un verbo en pasado y un pronombre matizaron el dolor. “Yo me lo hacía en la calle, con hambre, con frío. Estaba muerto, sí, pero no sufriendo”.
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Dice Millely que como su hermano no volvió a dormir a la casa comenzaron a buscarlo. “En ese tiempo no sabíamos que se robaban a la gente para esas cosas”.
Cuenta que lo buscaron en todos lados: en Medicina Legal, ahí por el barrio Caribe, por si estaba muerto; en los buses, por si se había ido de viaje; en los tugurios, donde la dormida costaba 2.000 pesos, por si de pronto se había tirado a la calle.
Pero gastaban suela en vano. Así lo hicieron hasta 2017.
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En la sentencia emitida por el Juzgado 28 el 16 de diciembre de 2020, que declaró responsables a la Nación, el Ministerio de Defensa y el Ejército de la ejecución extrajudicial de Carlos Javier, se describen los hechos que tuvieron lugar en paralelo.
“El joven fue asesinado el 2 de julio de 2007 en la vereda El Cristo, de Segovia, víctima de una ejecución extrajudicial”, adujo la parte demandante. La Nación, el Ministerio de Defensa y el Ejército no desvirtuaron la muerte de Carlos Javier, pero alegaron que había sido culpa “exclusivamente” suya.
“La víctima decidió hacer parte de un grupo armado ilegal que sostuvo contacto bélico con unidades militares, por tanto, debía soportar las fatídicas resultas del enfrentamiento”, argumentaron.
“Era ostensible que los militares percutieran sus armas de dotación oficial en defensa de la institución, de sus vidas e integridad personal”.
Estos alegatos tuvieron lugar años después. Entre tanto, en julio de 2007, mientras los Vásquez ajustaban sus primeros meses de búsqueda, una necropsia reseñaba: “Cadáver sexo masculino de 25 años. Sin identificar. Con fractura completa del cráneo, con lesión severa del encéfalo. Lesión de músculos de la cara, cabeza, tórax y miembro inferior derecho”. ¿La causa? Heridas mortales con proyectil de arma de fuego.
Carlos Javier tenía 30 y no 25 años cuando lo mataron. Tampoco era guerrillero, dijo el Juzgado 28, que basó parte de su decisión en el testimonio del cabo tercero Elvin Andrés Caro Mesa. Este sostuvo ante el Fiscal 57 Especializado de Medellín que la muerte fue consecuencia de la “exigencia de resultados operativos” del teniente coronel Nelson Velásquez Parrado, entonces comandante del Batallón Especial Energético Vial N° 8, adscrito a la Cuarta Brigada.
Caro —con otros militares— llevó con engaños a Carlos Javier hasta el sector de Machuca, en Segovia. “Yo simplemente los llevé al sitio. Les dije que subieran una lomita —dos civiles más también fueron asesinados ese día—, que allá los esperaban y les decían todo. Fueron dados de baja; yo les coloqué las armas”, dijo en un interrogatorio.
Concluyó el juzgado que el Ejército tuvo participación directa en la muerte de Carlos Javier. Y aunque reconoció que de por medio no había sentencia condenatoria de tipo penal, las pruebas evidenciaron “la presión por la obtención de resultados, habiendo lugar a declarar responsabilidad en cabeza del Estado”.
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Después de salir de la Fiscalía, la familia se embarcó en otro viacrucis que duró cinco años. Dice Luz Mariela que la promesa de entregarles el cuerpo se retrasó: les dijeron que no había plata para ese proceso; que los restos se habían revuelto y que necesitaban nuevas pruebas de ADN; y después llegó la pandemia: todo se paró.
Pero no se quedaron quietos. Emprendieron un proceso de reparación directa y otro penal. Uno lo ganaron en primera instancia, pero las partes demandadas apelaron y el Tribunal Administrativo de Antioquia aún no ratifica ni desestima el fallo. El otro solo llegó hasta la etapa de acusación en la justicia ordinaria, pues terminó en la Justicia Especial para la Paz (JEP). Allí el coronel Velásquez tendrá que responder por varios señalamientos.
“Este año me fui a montar una tutela a ver si por fin nos lo entregaban”, dice Luz Mariela. Estaba lista para empapelar a quien fuera necesario, pero pensó de nuevo en el investigador que las contactó en 2017. Lo llamó. Le dijo que no había avances en el caso. Él averiguó. “Al otro día me llamaron de Bogotá”.
La entrega del cuerpo se dio finalmente el 25 de agosto en la Gobernación de Antioquia. Gilma no esperaba que la caja fuera tan pequeña. Anhelaba un cajón grande, por lo menos mediano, de la talla de su hijo. Parecía el de un bebé.
“Me puse muy mal. Era como si hubiera acabado de morir. Me enfermé. ¡Ay, esa caja, tan chiquita!”.
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Las exequias fueron el 26. Los restos de Carlos Javier ahora reposan en una bóveda del Cementerio Universal, en el norte de la ciudad. Dos semanas después, las Vásquez miran la fotografía que le hicieron cuando prestó servicio militar: no sonríe, luce serio, tiene el ceño fruncido.
En la sala, a unos pasos de la habitación de su mamá, las hermanas se lamentan por no poder abrazarlo de nuevo. Se conforman con el epitafio de la tumba: ‘Regresó a casa’. Gilma atisba las lomas desde la ventana de su casa en Villas del Sol, Bello. Allí, de alguna forma, está Carlos Javier: 15 años, tres meses y 25 días después de haber salido a buscar trabajo.