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Sobreviví a un naufragio de dos días

  • Jorge Iván Morales sobrevivió junto con Hernán Darío Rodriguez a un naufragio. Mientras se recupera de las heridas, accedió a contar su historia. FOTO JULIO CÉSAR HERRERA
    Jorge Iván Morales sobrevivió junto con Hernán Darío Rodriguez a un naufragio. Mientras se recupera de las heridas, accedió a contar su historia. FOTO JULIO CÉSAR HERRERA
  • Los buzos estaban cerca de la isla de Malpelo. FOTO COLPRENSA
    Los buzos estaban cerca de la isla de Malpelo. FOTO COLPRENSA
  • Jorge y Hernán se protegieron el cuello con el chorizo, una especie de boya que también sirvió para identificarlos. FOTO CORTESÍA ARMADA
    Jorge y Hernán se protegieron el cuello con el chorizo, una especie de boya que también sirvió para identificarlos. FOTO CORTESÍA ARMADA
  • En el Pacífico continúa el operativo de búsqueda de Carlos Jiménez y Vanessa Díaz. FOTO CORTESÍA ARMADA
    En el Pacífico continúa el operativo de búsqueda de Carlos Jiménez y Vanessa Díaz. FOTO CORTESÍA ARMADA
08 de septiembre de 2016
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La última noche que pasé a la deriva en el mar soñé que estaba en tierra firme. Hernán, la única persona a mi alrededor en medio del inmenso Océano Pacífico, también cerró los ojos y se vio parado en una montaña, sentado en una ventana o agarrado de una baranda, pero siempre en tierra.

Dos días antes, Hernán era solo un compañero más de los 18 que viajábamos en el buque María Patricia. Con él y otras tres personas: Vanessa, Peter y Carlos, decidimos ir al paraíso de los buzos colombianos, una inmersión en la isla de Malpelo.

(Lea aquí ¿Cómo avanza el operativo de búsqueda de los buzos perdidos en Malpelo?)

Ese viaje lo quería hacer desde que comencé a bucear en 2003 y llevaba dos años tratando de conseguir una excursión completa. Ese día, 1 de septiembre, era la fecha más especial para mi, después de 13 años mi sueño se hacía realidad.

El plan era bajar hasta La Catedral, a 80 pies de profundidad (24 metros). Yo estaba pegado de la roca porque quería ver pulpos, cangrejos y otras especies más pequeñas. A menos de una brazada de distancia estaban los demás, buscando tiburones martillo y ballenas.

Mientras buceaba, vi que los demás se movieron hacia el centro del océano y entonces los seguí para cumplir con la norma de seguridad de siempre: permanecer juntos. Pensé que tal vez había un cardumen de tiburones nadando cerca y por eso no dudé en soltarme y los alcancé.

Las corrientes nos bajaron a Hernán y a mi, y por eso decidimos subir a la superficie. Sólo en ese momento me di cuenta que ellos no se habían movido por voluntad propia sino que una corriente los había arrastrado. Nos habíamos alejado unos 100 metros del zodiac (balsa) que nos debía recoger, pero seguíamos viendo la roca de Malpelo y el barco.

En ese momento Vanessa vio un grupo de tiburones nadando en círculos alrededor de nosotros y entró en pánico, gritó y se asustó. Carlos entonces decidió inflar el chorizo (especie de boya) y Peter usó su silbato para llamar la embarcación.

Mientras tanto Hernán y yo tratamos de calmar a Vanessa y le dijimos que no tenía por qué temer, que incluso íbamos a jugar con los tiburones porque no había peligro.

Nos sumergimos unos siete metros, y estuvimos ocho minutos cerca de los animales, pero cuando volví a salir sólo vi a Peter cerca. Busqué con la mirada y encontré a Hernán algunos metros más lejos, pero cerca de Carlos y Vanessa, a quienes la corriente había arrastrado un poco más.

Carlos dijo que iba a dejarse mover por la corriente, pero Hernán dijo que quería nadar hacia el barco, entonces Peter y yo lo seguimos. No llevábamos ni un minuto braceando cuando una ola nos sacudió. Cuando pude alzar mi cabeza para mirar me dí cuenta que estaba solo, no veía a nadie más. Sentí miedo y traté de nadar más, pero la corriente no me dejaba avanzar y la embarcación se veía más lejos.

Decidí volver hacia la piedra y entonces me encontré a Hernán. Peter no aparecía y ahora el chorizo con el que flotaban Vanessa y Carlos se veía como un punto en la lejanía. En ese momento decidí que me aferraría a Hernán para no estar solo cuando volviera el barco por nosotros.

Seguimos nadando, ya no para avanzar sino para evitar que la corriente nos alejara más. Tenía algo de sed y cansancio, pero estaba seguro de que nos recogerían pronto.

Entonces, cuando menos lo pensé, comenzó a oscurecer y el horizonte se volvió sólo agua. Todavía veía la piedra, pero no había señales del barco ni de Carlos y Vanessa. Entonces cerré un momento los ojos y empecé a darme cuenta de que habíamos naufragado.

Los buzos estaban cerca de la isla de Malpelo. FOTO COLPRENSA
Los buzos estaban cerca de la isla de Malpelo. FOTO COLPRENSA

La primera noche

Lo más difícil para Hernán y yo fue aceptar que nadie vendría. Sabíamos que el barco tenía el combustible para volver y que en la oscuridad de la noche era difícil que nos vieran.

Tenía miedo, pero daba gracias porque no estaba solo. Hernán me dijo que sentía lo mismo y ahí entendimos que nuestra primera tarea era evitar que la marea nos separara. Amarramos nuestros chalecos uno al otro con las cuerdas y empezamos a asegurar uno a uno los elementos que teníamos.

Los tanques todavía tenían aire, entonces decidimos guardarlos por si el mar se complicaba aún más. Contábamos con un cuchillo, las aletas, los trajes de neopreno, las caretas, las cuerdas, algunos instrumentos que usamos bajo el agua y un carrete. Aseguramos todo, menos las caretas que usábamos para evitar que el agua salada se nos metiera por la boca o nariz.

En medio de la nada nos agarramos de las manos y apretábamos cada varios minutos para confirmarle al otro que seguíamos juntos. El cansancio nos vencía, pero tratábamos de nadar, por cada metro que podíamos avanzar las olas nos devolvían varios y por eso esa piedra que es Malpelo seguía como una meta inalcanzable.

Mi boca se empezó a secar. Se puso blanca y era imposible salivar, la sentía como un tapete y deseaba con todas mis fuerzas tomar agua. Depronto, Hernán me sacó del aletargamiento y me gritó que abriera la boca: había empezado a llover y esa era la opción para tomar algo.

Incliné la cabeza hacia atrás y un par de gotas cayeron en mi lengua, aunque ni siquiera las sentí. En menos de 30 segundos dejó de llover, pero una ola hizo que Hernán tragara agua, tanta que le dieron náuseas y arcadas.

Ahí empezó lo peor. Yo lo agarré más fuerte y él vomitó una vez, respiró un poco y dijo que las nauseas seguían. Volvió a vomitar y por casi 45 minutos no pudo parar de hacerlo. Se veía mal y yo no podía hacer mucho para aliviarlo. Seguía ahí, dándole apoyo, agarrándolo mientras el mareo se iba y nadando hacia la piedra.

Después de un rato se calmó y seguimos nadando, pero la noche se hacía más oscura. Para aliviarnos empezamos a hablar de nuestras familias. Yo le conté de mis dos hijos, Santiago y Manuela, mi hermana Sabrina y mi mamá Margarita, que siempre le pedía a Dios que no la dejara enterrar a ninguno de sus hijos.

Hernán me dijo que su mamá también rezaba por lo mismo y decidimos que les íbamos a dar ese regalo: volveríamos para estar con ellas siempre. Nos sentimos optimistas y el cansancio se alivió un poco. El amor de la familia nos hacía seguir nadando.

La charla se prolongó y nos seguíamos dando ánimos. Después de un rato nos quedamos en silencio y el sueño volvió... no sé si dormí, pero lo siguiente que recuerdo es un grito de Hernán que empezó a llevarse las manos a la cabeza y al cuello.

Cuando logró agarrar algo, lo jaló y pude ver que eran aguamalas. Tenía muchas en su cuello y cabeza, no pude contar cuántas eran, y cuando me acerqué para ayudarle, sentí como un hierro caliente sobre mi cuello: me habían empezado a picar a mi también.

El dolor era insoportable y los animales no querían irse, por fortuna llevábamos aletas, traje largo y guantes y eso evitó que nos picaran en otras partes. Pero el cuello y la cabeza sufrieron mucho, luchamos varios minutos. Pasamos varios minutos quitándonos las aguamalas del cuello y cuerpo, y nada que amanecía. Tampoco había forma de aliviar el dolor.

Hernán sufrió más que yo. Si a mi me picaron tres o cuatro veces, a él lo atacaron unas 15 o 30. Tenía muchos sentimientos encontrados, rabia y tristeza, porque todo iba mal.

Como Hernán estaba herido y agotado luego de haber vomitado tanto, yo le dije que seguiría nadando solo. Pero luego de un rato me sentí muy cansado, le dije que iba a parar un momento y me acomodé, pero mi cuerpo empezó a sacudirse, temblaba y sentía que un frío insoportable me subía de pies a cabeza. Él me tomó inmediatamente y me abrazó para darme calor.

Jorge y Hernán se protegieron el cuello con el chorizo, una especie de boya que también sirvió para identificarlos. FOTO CORTESÍA ARMADA
Jorge y Hernán se protegieron el cuello con el chorizo, una especie de boya que también sirvió para identificarlos. FOTO CORTESÍA ARMADA

La luz del día

Cuando por fin amaneció volvió el optimismo. Esperábamos que en cualquier momento apareciera el barco en el horizonte y nos sacara del agua.

Hablamos de Peter. Rezamos para que lo hubieran encontrado porque él era el único que podía contar que estábamos flotando en el agua, pues las desapariciones de buzos casi siempre se producen debajo del agua y por eso los protocolos de búsqueda son submarinos. Concluimos que el rescate de este estadounidense era decisivo para que mandaran helicópteros en vez de buzos en el operativo.

También hablamos de Carlos y Vanessa. Siempre pensamos que los habían rescatado y hasta nos imaginamos que ella estaba ya con su hijo, del que siempre hablaba y mostraba fotos.

El sol salió pero el frío no se iba. Sólo nos calentaba la cabeza mientras el resto del cuerpo seguía helado, y eso nos daba más sed.

Hernán dijo que debíamos comer, y entonces planeamos cómo pescar con la cuerda que teníamos. La saqué para acomodarla y en un sacudón, el carrete se me salió de las manos y cayó al agua, mientras yo apenas podía mirar cómo se perdía en la oscuridad del océano.

A mi lado, Hernán no se dio cuenta de lo que había pasado, hasta que después de un rato saqué valor y le dije: hey, se me cayó. Eso sí, tenemos mucha cuerda para seguir amarrados.

Se me hizo un hueco en el estómago cuando él me miró. Se quedó callado unos segundos y me preguntó: “¿seguro de que tenemos suficiente cuerda?”, y yo asentí. Ese momento como una revelación. Supimos que estábamos juntos y que aunque no teníamos muchas cosas, todo era indispensable para sobrevivir.

Las últimas horas

Durante todo el día y la noche esperamos que lloviera, pero nunca cayó ni una gota más. Tampoco había señales de vida, más allá de la exagerada fauna que esconden las aguas del Pacífico en Malpelo.

En el día las aguamalas me atacaron a mi y como vimos que el problema iba a ser interminable, pensamos en cómo podíamos evitarlas. Yo me enrollé el chorizo en el cuello y con las manos trataba de alejarlas. Hernán hizo lo mismo y la estrategia funcionó.

Luego le pregunté a Hernán qué otras imprevistos podían llegar en la noche y él me habló hambre, sed y ese dolor que ya sentíamos en los pies. Las aletas nos habían sacado heridas, entonces Hernán se las quitó primero y yo le acomodé una en la espalda. Él recostó la cabeza y me dijo que esa posición le aliviaba mucho el cuello, entonces hice lo mismo.

Luego nos quitamos las caretas del cuello porque la piel estaba insolada y nos dolía. Esas las usamos para evitar el agua en la nariz.

Más tarde la molestia ya era el sol. Entonces tomamos las aletas mías y nos tapamos la cara con ellas. Logramos relajarnos tanto, que Hernán se quedó dormido y cuando despertó encontró que su careta ya no estaba, probablemente se había ido al fondo del mar. Para evitar lo mismo decidimos amarrar la mía y turnarnos el uso durante la noche.

Pero todavía nos aguardaban más sorpresas. La neblina nos envolvió y apenas podíamos ver unos cinco o seis metros de distancia. Dejamos de ver la piedra y entonces tuvimos que dejar de nadar.

En cambio me dediqué a buscar mejores posiciones para tratar de descansar y descubrí que en posición fetal perdíamos menos calor y energía. Nos quedamos así durante un largo rato,

Sabíamos que había pocas horas antes de que anocheciera y por eso decidimos buscar más posiciones que nos permitieran pasar una tercera noche en el mar con una careta menos. Volvimos a quedamos en silencio y, por única vez en todo nuestro viaje, sentimos que el mar se calmó, parecía una piscina y estaba completamente despejado.

Algo que no recuerdo me hizo levantar, sacar los oídos del agua y me pareció sentir un ruido de motor. Llamé a Hernán para que él también lo escuchara. Movíamos la cabeza en todas las direcciones hasta que él me dijo: mirá un avión.

Los minutos se hicieron más largos en ese momento: veíamos la aeronave y levantábamos los chorizos para que lo vieran, pero no sabíamos si era un rescate.

Después de un rato el avión pasó sobre nosotros e inclinó el ala izquierda. Gritamos y nos abrazamos, creímos que era el fin de la odisea. Pero el aparato se alejó y lo perdimos de vista.

En silencio seguimos mirando hasta que volvió a pasar, sobrevolando más cerca ya con la puerta abierta y un hombre que con su mano extendida nos saludaba. Lloramos de alegría. Volvimos a nacer.

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