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Tres formas particulares de recordar una muerte en Medellín

Calvarios, grutas y grafitis. En Medellín, los habitantes construyen espacios que cuentan historias de dolor de familiares y amigos.

  • Der.: Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. Izq.: Carlos Cuartas frente al mural de Villa Niza. Abajo: La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS robinson sáenz
    Der.: Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. Izq.: Carlos Cuartas frente al mural de Villa Niza. Abajo: La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS robinson sáenz
  • La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS Robinson Sáenz
    La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS Robinson Sáenz
  • Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. FOTOS Robinson Sáenz
    Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. FOTOS Robinson Sáenz

Carmen Otilia pasó toda la noche recuperando, con terquedad, los rastros de su hijo. A Robin Asmed Sánchez dos hombres armados lo asesinaron el 22 de marzo de 2002 en el barrio La Libertad de la comuna 8 de Medellín. Fue un solo tiro, rotundo y de espaldas, a unos metros de la puerta de su casa y, como queriendo protegerlo, ahí estuvo doña Carmen durante horas recogiendo hasta la última estela de sangre, dientes y cabello.

Lo guardó todo en una bolsa y caminó, hasta encontrar un trozo de tierra bajo un árbol chirimoyo. Con una pala y dos trozos de madera clavó una cruz y, en la base del calvario, enterró lo que había rescatado. Y con qué cuidado, quizás, porque dice Carmen Sánchez que a los días nacieron flores amarillas y le brotó un jardín de colores “que, bendito sea mi Dios, yo nunca había visto”.

Ya pasó más de una década y la cruz está aún en el mismo sitio. Qué resistencia, por supuesto, la que ha tenido el calvario ahora escondido entre la hierba, el mismo al que en los primeros años las personas le arrojaban monedas, canicas, cristales; mejor dicho, la tumba de la buena suerte.

Y así como ocurre con este calvario de Villa Hermosa, en Medellín la memoria insiste en dejar sus marcas. ¿Qué vestigios quedan tras la muerte de un hijo o un ser querido?

La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS Robinson Sáenz
La cruz de Carmen Otilia, en memoria de su hijo. FOTOS Robinson Sáenz

En las esquinas, sobre los muros, están puestos los nombres de familiares o amigos, los rostros pintados con esténcil sobre las fachadas de las casas. El recuerdo toma la forma de ramilletes de flores y velas, aparecen las cruces al borde de las vías que, tras accidentes, pretenden marcar como en un ritual los puntos en los que otros se han ido.

Tras meses de investigación, la profesora Sandra Patricia Arenas, de la Universidad de Antioquia, recorrió la ciudad en busca de esas marcas. Ella las llama “altares espontáneos” y las define como las expresiones del luto en espacios públicos.

Son representaciones del recuerdo y del duelo, acciones de resistencia de ciudadanos comunes cuyo único propósito es conmemorar la vida de una persona. No hacen parte de ninguna política pública del Estado, han sido los habitantes de Medellín quienes los han construido y, a veces, custodiado.

Arenas y su equipo crearon un repositorio de altares espontáneos llamado “Memoria en la Calle”. Encontraron que en Medellín existen al menos 46 de estas conmemoraciones, a manera de grafitis, cruces, grutas religiosas o jardines y que su creación alcanzó el mayor auge en la década del 2000. Es posible que existan más altares, porque no todos han sido documentados. Pero otras de estas memorias, en cambio, han desaparecido.

¿Y por qué desaparecen? En una ciudad en la que solo en 2018 fueron asesinadas 626 personas, Sandra apunta que los hechos violentos se sobreponen unos sobre otros y, como en las capas de una cebolla, las marcas dejan de ser miradas. Por eso, la memoria está fácilmente sometida a ocultamientos, omisiones y abandonos, los nuevos relatos van desdibujando las huellas viejas.

Esa memoria en disputa

La primera gran resistencia tras la muerte fue pintar el muro. El 21 de junio de 2001, hombres armados dispararon desde las ventanas de un microbús contra un grupo de jóvenes en el barrio Villa Niza de la comuna 2, Santa Cruz. Carlos Enrique Cuartas Tejada se escondió detrás de una máquina de juegos, pero a él lo alcanzaron dos tiros cerca a la espalda y cinco de sus amigos —Andrés Felipe, Carlos, Eduardo, John Frey y Nelson — murieron por la ráfaga de disparos.

Justo donde ocurrió, recuerdan todavía los vecinos, artistas de Villa Niza pintaron dos meses después un muro con los rostros de los muchachos. Carlos sobrevivió para verlo terminado.

“Quedamos igualiticos en ese mural”, dice, “pero los retratos eran incómodos para los grupos armados. Querían que los borraran, vigilaban desde las esquinas”.

Cuando se trata de contar que fue lo que ocurrió, siempre existirán conflictos sobre cómo evocar el pasado. Y, en ese enfrentamiento de intenciones y cruce de voces, cada uno busca imponer su versión de la historia.

En Villa Niza fue así como la memoria se puso en disputa. Semanas más tarde los retratos despertaron cubiertos de blanco, primero con cal y después con pintura. La comunidad tardó unos años más en rescatar ese recuerdo soterrado entre capas y capas de blanco y, ahora, son unas manos tejiendo las que descansan sobre el muro. Porque hay que hilar la vida, y el recuerdo, para seguir caminando.

Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. FOTOS Robinson Sáenz
Rodrigo Marulanda y la gruta de María Auxiliadora en La Milagrosa. FOTOS Robinson Sáenz

Memoria que desaparece

Bajo la gruta de la Virgen todavía se encienden los velones. Rodrigo Marulanda ha vivido cincuenta años en La Milagrosa, comuna 9, y es el custodio de un santuario a María Auxiliadora construido por los vecinos en diciembre de 1992.

Casi nada se sabe de lo sucedido. Seis jóvenes, amigos suyos, cuyos nombres reposan en la placa adherida a la gruta, a los pies de la Virgen. Dicen que milicianos llegaron al barrio una noche, los intimidaron y asesinaron. Las familias se fueron luego por temor y los amigos nunca comprendieron las muertes.

A veces regresan los familiares, ponen flores entre las piedras. Pero es Rodrigo quien protege la gruta. ¿Por qué? Porque, ante la nostalgia, dice Rodrigo, es necesario tener algo a qué apegarse. Una suerte de esperanza tras dos décadas. Sin embargo, la memoria es frágil y no puede pelear contra los años.

La cruz de Carmen Otilia está oculta entre escombros. El nombre de Robin -ya desteñido- apenas puede leerse en la maleza. Pero no es por descuido. Hace poco amenazaron con tumbarla por obras en el terreno: “me dijeron que me daban plata. Yo les dije que era lo mismo 100 pesos a 100 millones. Que eso no era de plata, sino de corazón. Van a dejarla ahí”.

Este 22 de marzo serán 17 años de la muerte de Robin. Carmen Otilia repite: “¡es mucho tiempo... cuánto tiempo... cómo avanza la vida...”. Y entonces es como si pensara que no basta solo con que los días pasen. Que necesita una palabra para nombrar ese acto o idea de que el tiempo también destruye. “Transcurre el tiempo”, concluye ella, “pasa inexorablemente”.

Eso sí, insiste en que seguirá llevándole flores hasta que muera o hasta que no quede nada. Y su obstinación es también la de otros habitantes: ahí siguen los altares como monumento a nuestras propias herencias.

En el caso de la muerte, las marcas sobre la ciudad fungen como entendimiento de nuestras cicatrices, de cuánto hemos amado y perdido, pero también de lo mucho que hemos resistido.

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