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Ángela Restrepo Moreno no olvidaba nombres ni rostros, los amontonaba en su memoria como evidencia del valor que le confería al encuentro cercano con los otros. Las preguntas que hacía trascendían la curiosidad científica. Le consultaba a sus estudiantes y aprendices cómo estaban los asuntos del hogar, si sus padres, hermanos y abuelos se encontraban bien de salud, dispuesta a buscar soluciones en caso de que hubiera inconvenientes.
Sus dudas no se detuvieron pese al transcurrir de los años. “Las neuronas no pueden quedarse quietas porque se atrofian”, dijo el año pasado en una entrevista para la Universidad Nacional de Colombia. A sus 90 años mantenía correspondencia con los amigos, escribía, leía y celebraba reuniones académicas. Su casa, siempre llena.
Del siglo pasado
No le interesaba mucho hablar de su hoja de vida ni de sus logros, pedía que la referenciaran “sin exagerar”. Sin embargo, durante mucho tiempo su nombre no podía pronunciarse sin agregar “una de las científicas más importantes del país y el mundo”.
A mediados del siglo pasado estudió una Tecnología en Laboratorio Clínico −para la época era ambicioso que una mujer quisiera ser profesional y científica−. Un viejo microscopio, propiedad de su abuelo, motivó sus primeros cuestionamientos. ¿Qué podía verse a través de él? ¿Qué eran esas cosas tan chiquiticas? También hubo un libro, Cazadores de microbios, de Paul De Kruif, recomendado por uno de sus profesores de primaria.
Se fue a estudiar maestría y doctorado en Estados Unidos. Regresó y se vinculó como docente en la Universidad de Antioquia (U. de A.). La micología fue su campo de estudio. Se decidió por un hongo, el Paracoccidioides brasiliensis que, afirmó, afecta sobre todo a hombres de la región (Latinoamérica) dedicados a la agricultura.
Creyó religiosamente en el potencial de los científicos del país siendo la única mujer de “la Misión de los Sabios”, un proyecto a partir del cual se establecieron estrategias para formar a las nuevas generaciones de investigadores.
Confianza en lo que viene
“Abrirle a un niño el camino hacia lo desconocido es muy hermoso”, expresó para la serie Mujeres Sin Miedo, de la Gobernación de Antioquia.
Sus hijos fueron sus estudiantes. En la Corporación para Investigaciones Biológicas (CIB) —institución de la que fue cofundadora— asumía el compromiso de llevar la torta para celebrar los cumpleaños, “los que teníamos el privilegio de formarnos con ella nos convertíamos en su familia”, cuenta Alejandra Zuluaga Rodríguez, actual coordinadora del laboratorio de la CIB.
Le gustaba que los demás preguntaran|, sobre todo los niños y los jóvenes, “entre más hagan preguntas más posibilidades hay de crecer en ciencia e investigación para hacer que este país ocupe el lugar que le corresponde”.
El recuerdo entre quienes compartieron vida con ella se resume en las palabras del virólogo y docente de la Facultad de Medicina de la U. de A., Francisco Javier Díaz, que fue su alumno. “Soy afortunado de llevarla en mi saco de recuerdos. Me sacó de un atolladero en mi carrera, me marcó como a casi todos los que estudiamos con ella. Su imagen siempre ha sido una síntesis de todo lo bueno que hay en ese término (investigadora)”.
Exigía como buena mentora, agrega Alejandra, estaba convencida de que siempre podían dar más. Sus medallas, sus mayores logros, eran los estudiantes que visitaban otros países. “Siempre que me la encontraba en congresos o reuniones de micología, me saludaba por el nombre. Era una alegría verla”, finaliza Natalia Loaiza Díaz, jefe de Patología Clínica del Laboratorio Clínico Hematológico.