Los Juegos Olímpicos están atravesados por historias tremendas de superación, constancia y resistencia que llenan páginas de gloria y valor humanos. Esas competencias representan no solo un patrimonio deportivo del planeta sino un capital invaluable de integración y respeto entre pueblos y culturas.
Sus jornadas y escenarios han sido el marco en el cual quedaron para la posteridad luchas contra la discriminación racial, la opresión política y militar, el hambre, la desigualdad de género, y para vencer las aparentes limitaciones de algunos atletas que sorprendieron a la audiencia por su coraje, su determinación y su capacidad de ir más allá.
En la galería de sus imágenes están las medallas que alcanzó, en 1936, el afroamericano Jesse Owens en una Alemania que ya se dejaba perturbar por los odios raciales de Adolfo Hitler y el nacionalsocialismo. O las zancadas casi tambaleantes del corredor etíope Abebe Bikila, que ganó en Roma (1960) y en Tokio (1964) las maratones de las justas, la última apenas días después de salir de su convalecencia por una operación de apendicitis.
Los Olímpicos llevan por dentro la belleza de los ideales de la competencia limpia y leal, no importa que por momentos esos principios fuesen saboteados por el dopaje o las tensiones entre potencias.
De ahí que la filosofía que soporta los juegos, el olimpismo, consigne en el papel y busque ser en la práctica una exposición de cierto decálogo de comportamiento de atletas que disputan el honor de las medallas y los podios.
Ese olimpismo centra sus metas en estimular una juventud educada en la disciplina, la belleza y la libertad del deporte. Un proceso, un sueño de largo aliento que tiene como su oro “una misión pacífica y moral”, fundada desde los tiempos modernos en las aspiraciones del educador Pierre Barón de Coubertain, que fundó el Comité Olímpico Internacional (COI), en 1894, y alentó los primeros juegos en 1896, en Atenas.
Toda aquella heredad se sostiene en tres pilares: excelencia, amistad y respeto. La Carta Olímpica lo expresa: “Al asociar el deporte con la cultura y la formación, el Olimpismo se propone crear un estilo de vida basado en la alegría del esfuerzo, el valor educativo del buen ejemplo, la responsabilidad social y el respeto por los principios éticos fundamentales universales”.
Desde hoy y hasta el 21 de agosto, Río 2016 abre sus puertas a 17 mil atletas de 206 naciones. Colombia tendrá 147 deportistas y buscará superar las ocho medallas alcanzadas en Londres 2012. Se trata de los primeros Olímpicos en Suramérica, en un gigante territorial, deportivo y económico que hoy afronta una realidad convulsa de corrupción y abusos políticos en parte de su cúpula gubernamental y empresarial.
Pero no por ello Río dejará de ser el foco de un mundo densamente interconectado y como siempre deseoso de ver surgir y resurgir a héroes que baten marcas y se sobreponen a las tribulaciones personales y a los conflictos de sus patrias. Hombres que no agotan su deseo de superación y que por ello mismo, generación tras generación, legan a otros nuevos retos y marcas.
Río 2016 es desde ya el punto de mira de quienes aman el deporte. Pero, igual, es centro de atención desbordante de emociones, triunfos y derrotas humanas. Y más allá de los ganadores visibles de cada competencia, seremos testigos, todos, de otra victoria de la convivencia humana.