La visita que ayer concluyó el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a Cuba, fue una muestra de diplomacia inteligente y eficaz. Ante la evidencia de una situación histórica que no evolucionaba, el presidente demócrata dio un paso al frente al reanudar relaciones y optar por la persuasión en vez de la coacción, y visitar “territorio hostil” antes de terminar su mandato. Muestra elocuente de “poder blando” (soft power) en vez de arrogancia imperial.
Si bien el estadista norteamericano es lo suficientemente realista como para no esperar cambios profundos mientras los hermanos Castro tengan la isla mayor de las Antillas bajo su dictadura, también es consciente de que esta era la oportunidad de que el mensaje sobre la democracia y la vigencia de los derechos humanos pudiera ser pronunciado con toda claridad, compatible con un tono tranquilo, elegante y hasta humilde, ante un auditorio en La Habana con los máximos jerarcas del partido comunista presentes.
Los discursos de Obama fueron retransmitidos por la televisión cubana. También la rueda de prensa del lunes, conjunta con Raúl Castro. Pero mientras este se burló de la comunidad internacional y de su propio pueblo al exigirle a un periodista que le pasara la lista de los presos políticos, cuya existencia negó, Obama enfocó sus mensajes hacia las nuevas generaciones de cubanos que aún permanecen en la isla y que no han conocido sino el régimen castrista, que les ha impedido cualquier ejercicio de las libertades civiles, como poder expresarse libremente, discrepar, fundar medios de comunicación independientes o el más elemental en estos tiempos, como interactuar con el resto del mundo sin tutelajes ideológicos forzosos.
A los cubanos Obama les dijo ayer: “Yo creo que los ciudadanos deben poder expresarse sin miedo, para organizarse y criticar su gobierno. No debe haber detenciones arbitrarias de la gente que ejerce esos derechos. Los ciudadanos deben poder elegir sus gobiernos en elecciones libres y democráticas”.
Unos ciudadanos cubanos con grandes expectativas pudieron oír este y otros mensajes de boca del jefe de Estado de un gigante que desde su nacimiento les ha sido enseñado como el principal enemigo. Es posible que a ningún otro gobernante extranjero le hayan escuchado tales palabras. Salvo Juan Pablo II, en 1998, los demás líderes que pasan por Cuba son temerosos o complacientes. No hablan de libertad ni reciben a los disidentes, ni oyen a las víctimas de la represión.
Ahora bien, que la diplomacia estadounidense haya actuado esta vez con tacto, eficacia e inteligencia no desdibuja el papel de la diplomacia cubana, también profesional a pesar de su estricto apego a las consignas de una dictadura. Hicieron su trabajo sin violentar la dignidad del visitante y de su numerosa comitiva. Los funcionarios cubanos no son ni dóciles ni crédulos. Saben que habrá cambios pero paulatinos y sin modificaciones abruptas.
Colombia, por otra parte, tuvo protagonismo en la visita. En cabeza de las Farc, para ser precisos. John Kerry, secretario de Estado, dejó de lado su contundente mensaje del 4 de febrero pasado (“aún no han hecho la paz, siguen en armas”) y se reunió con la cúpula de un grupo que para Estados Unidos es terrorista. Salvo por referencias de alias “Timochenko”, no se sabe qué les dijo Kerry, o si les apremió para dejar de dilatar el proceso que, llegó a decir el Gobierno colombiano, se firmaría hoy. Habrá que ver si las Farc aprovechan las lecciones que deja la vista hacia el futuro que proyectó Obama, o prefieren enrocarse en los resabios y servidumbres totalitarias que les enseña el castrismo.