El problema del desplazamiento forzado, que tiene especial incidencia en Medellín como ciudad receptora, es un asunto de Estado y como tal debe enfrentarse.
Medellín hoy difícilmente tiene recursos para hacer frente a esta crisis humanitaria, que demanda atención urgente e integral, con fuerza de política pública, retos y metas específicas consignadas en distintas normas nacionales y sentencias de las altas cortes.
Las cifras, solo las de este año, independiente si coinciden o no; si la crisis está disparada o no; que es en lo que parecen enfrascarse distintas autoridades locales, regionales, nacional y oenegés de derechos humanos, son complejas y reflejan la magnitud del drama.
Entre el primero de enero y el 31 de marzo de este año, así lo demuestra una investigación publicada ayer en EL COLOMBIANO con cifras de la Alcaldía y la Personería de Medellín, han buscado refugio en la ciudad 1.920 personas, procedentes del Norte y el Bajo Cauca antioqueño, escenario de una cruenta confrontación entre facciones de grupos ilegales que se disputan el territorio para consolidar sus dominios sobre la minería ilegal, el tráfico y producción de estupefacientes y otras fuente ilegales, como la extorsión.
Cáceres, con 547 expulsados; Tarazá, con 497, y Caucasia, 400, todos del Bajo Cauca, aportaron el mayor número de los errantes que llegaron a Medellín en busca de protección y horizontes más prometedores de vida digna.
La ciudad además tiene sus propias crisis de orden público, con especial preocupación, en las comunas de Robledo, la 13, Belén y Villa Hermosa, de las que han sido expulsadas este año 952 personas, que pasaron por la Personería denunciando su situación, en busca del apoyo que pudiera brindárseles desde la Alcaldía, a través de la Unidad de Atención a Víctimas y otros entes de apoyo económico y social.
A estos errantes en la capital antioqueña hay que sumarles los “refugiados económicos”, especialmente venezolanos, calculados en más de 70.000 en Medellín y 100.000 en Antioquia, que también demandan ayuda humanitaria, techo y elementos básicos de manutención, mientras logran engancharse en alguna actividad productiva o retornar a sus naciones de origen, porque el éxodo de bolivianos y chilenos también es grande.
La mayoría de los desplazados llegan a comunas altamente conflictivas, con presencia de bandas y organizaciones criminales, extensiones de los mismos grupos, que los obligaron a salir de sus tierras y que terminan revictimizándolos y obligándolos a desplazarse dentro de la misma ciudad hacia otros barrios.
Insistimos, el asunto es un problema nacional y Medellín no puede quedarse sola haciéndole frente. Cerrar su brecha debe ser un asunto concertado y articulado entre autoridades locales, regionales, departamentales, nacionales e incluso internacionales.
No se trata de atender familias y crear zonas de refugiados con esperanza de un futuro mejor, hay que brindar seguridad y alternativas de vida digna en el campo y zonas periféricas donde la delincuencia organizada pretende campear.
No hay que olvidar que la mayoría de ciudades colombianas crecieron de manera desordenada y desbordada, debido a la llegada de millones de personas, casi todas campesinas, que dejaron todos sus sueños atrás huyendo de las guerras que azotaron al país a lo largo de los siglos XIX y XX, y que aún no cesan.
La mayoría de estas familias, hay que reconocerlo, rehicieron sus vidas por las oportunidades que se les brindaron.
A los desplazadores puede cambiárseles de nombre: pájaros, chulavitas, guerrillas, autodefensas, narcotráfico, bacrim, pero la víctima sigue siendo la misma: población civil indefensa.