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Los escándalos que han marcado la administración de Petro no son anomalías, sino producto de la falta de rigor y de la arrogancia de quien confunde el poder con la improvisación.
Gustavo Petro es un ser profundamente desordenado. Eso le puede pasar a cualquier persona. La diferencia es que, cuando ese desorden se convierte en la forma de gobernar, el país termina en un descuaderne total.
Y la situación llega a un punto de gravedad extrema cuando el desorden se combina con una obsesión ideológica que lo hace caer en un estado en el que no parece importar si se transgreden principios básicos.
Los escándalos que han marcado la administración de Petro –y en particular han sido el signo del Gobierno en este 2025 que hoy termina– no son anomalías, sino producto de la falta de rigor y de la arrogancia de quien confunde el poder con la improvisación.
Somos testigos del nacimiento de un nuevo sistema de gobierno: la Escandalocracia. Sistema que se caracteriza porque un escándalo tapa al anterior y es –a su vez– sepultado por el siguiente. Incluso, como ha ocurrido en los últimos días, ningún escándalo por grave que sea resiste más de 48 horas en la agenda.
Una crisis se encadena con otra en una secuencia interminable. Como una cinta sinfín de zozobra e incertidumbre para los colombianos. La indignación pública ni siquiera alcanza a procesar un enorme lío antes de ser atropellada por el siguiente. Y lo que es peor: los organismos encargados de hacer control se ven superados por esa catarata y el Estado termina doblegado por la impunidad.
El ruido por la convocatoria a una Asamblea Constituyente que sigue el libreto de Chávez y Maduro, por ejemplo, nos hizo olvidar el escándalo de cerrar Colfuturo —la entidad que ha financiado a más de 30.000 colombianos para hacer maestrías o doctorados en el exterior—.
Y este, a su vez, nos hizo olvidar el crédito que pidió Gustavo Petro, prácticamente a escondidas del país, por $23 billones para empezarlos a gastar ahora mismo en temporada de elecciones. Compró deuda extremadamente costosa (al 13,15%) que tendrán que pagar los colombianos con sobrecostos en intereses de unos $250.000 millones al año.
El préstamo a su vez enterró el escándalo del encarcelamiento de los ministros de Hacienda Ricardo Bonilla y de Interior Luis Fernando Velasco por haber coordinado sobornos a congresistas por más de $92.000 millones para que le permitieran a Petro endeudarse sin límite. El Estado fue convertido en una máquina de sobornos para comprar gobernabilidad.
Eso apagó la indignación de ver a Carlos Ramón González, que fue director de Inteligencia de Petro y su mano derecha en Presidencia, bailando y haciendo el trencito con funcionarios de la embajada de Colombia en Nicaragua adonde llegó tras fugarse de la justicia colombiana que lo busca por ordenar el soborno de $4.000 millones en efectivo a los presidentes del Congreso.
Así se le echó tierra al ‘Calarcagate’, que destapó cómo altos funcionarios del Estado filtraron información militar sensible a las disidencias de las Farc. Y lo peor es que hasta aquí solo vamos en los escándalos del gobierno Petro en diciembre.
El caso Calarcá hizo que olvidáramos que la campaña de Petro a la Presidencia cometió delitos al violar los topes de financiación permitidos por la ley en casi $5.000 millones y por eso el CNE la sancionó. Como también opacó la compra de aviones suecos que, según comunicados del fabricante, se habrían adquirido cada uno 77 millones de dólares más caro de lo que pagó Tailandia. Detalle que se sumó al hecho de que la primera dama –¿o ex?– Verónica Alcocer apareció en medios suecos viviendo “sabroso”, precisamente, en Estocolmo.
Con tanto ruido, el juicio al hijo del presidente Nicolás Petro por lavado de activos y enriquecimiento ilícito ha pasado a un segundo plano. Así como los pactos nada claros con los grupos criminales (¿la supuesta “paz total” a cambio de votos?) o los audios de Armando Benedetti, donde se habla sin pudor de $15.000 millones no reportados en la campaña presidencial de Petro. Ambos casos dejaron al descubierto que dinero oscuro habría entrado a la campaña del presidente.
Por no hablar del vulgar apoyo y casi defensa de Gustavo Petro a la dictadura de Maduro, responsable de desapariciones y asesinatos. O de las cartas del excanciller Álvaro Leyva denunciando los excesos de los que fue testigo por parte del mandatario en sus viajes al exterior.
O de Ricardo Roa, exgerente de la campaña y hoy presidente de Ecopetrol, investigado penalmente por fraude procesal y conflicto de intereses en la compra de un apartamento de lujo, mientras que múltiples denuncias apuntan a un saqueo sin precedentes de la petrolera.
Uno solo de estos escándalos pudo haber tumbado a otro gobierno. Pero el de Gustavo Petro sobrevivió a todos, en parte, por su habilidad –¿o incompetencia?– para sepultar un escándalo con otro.
Mientras tanto, el presidente Petro coquetea con la ilegalidad: sugiere una Asamblea Constituyente, habla de una “ruptura institucional inevitable”, promueve acuerdos con disidentes armados y deslegitima a las cortes, a los entes de control y a la prensa. Se erige como único vocero del pueblo y desoye los límites del Estado de derecho.
Y así, Colombia pasó el 2025 como un paciente bajo fiebre permanente, atrapado entre sobresaltos, indignación y un deterioro constante de la institucionalidad.
Pero el 2026 no puede ser un año más de aguante. Será la prueba definitiva para la democracia. Si este año ha sido el peor de un mal gobierno, el próximo debe ser el primero de una reconstrucción democrática. O no será.