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El proyecto de Petro no busca ajustar la Constitución de 1991, sino crear herramientas para arrasar con ella.
Las dictaduras contemporáneas no llegan con tanques. Llegan con constituyentes. Por eso es sumamente grave que el presidente Gustavo Petro le haya pedido a su ministro de Trabajo inscribir el comité de recolección de firmas para convocar a una Asamblea Constituyente y que esté circulando el borrador de lo que se imagina el Presidente serían los temas que se le modificarían al texto constitucional.
Resulta aterrador ver cómo el proyecto de ley de Petro que convoca una Asamblea Constituyente reproduce con inquietante precisión el guion que llevó a Venezuela –en manos de la dupla Chávez-Maduro– de la democracia a la dictadura.
El texto hace énfasis en una tesis tan simple para justificar la Constituyente como peligrosa: cuando el Congreso no aprueba las reformas del Ejecutivo, según Petro, no se trata de un debate democrático sino de un “bloqueo institucional”. Es decir, como Petro ha perdido varias batallas políticas él lo califica de anomalía. Exactamente lo mismo que hizo Hugo Chávez antes de la Constituyente de 1999: presentar al Parlamento como un estorbo y la voluntad presidencial como la expresión auténtica del pueblo.
El proyecto de Petro no busca ajustar la Constitución de 1991, sino crear herramientas para arrasar con ella. Propone, por ejemplo, la creación de un nuevo Tribunal Constitucional “autónomo”, con facultades ampliadas para corregir al Congreso, ordenar políticas públicas y suplir lo que considera omisiones estructurales.
Aunque se afirma que la Corte Constitucional se “conserva”, la realidad es otra: se la vacía o sustituye por un órgano con mayor poder político.
Eso mismo ocurrió en Venezuela. Hugo Chávez, tras impulsar la Constitución de 1999, reemplazó la Corte Suprema por el Tribunal Supremo de Justicia. Al inicio se presentó como modernización institucional. Poco después, el tribunal fue ampliado, copado y convertido en instrumento del Ejecutivo. Con Nicolás Maduro, el TSJ terminó anulando al Congreso electo, validando reelecciones indefinidas y legalizando estados de excepción permanentes.
La lección es clara: ningún proyecto autoritario comienza cerrando elecciones; comienza controlando al juez que decide qué es constitucional. Cambiar el árbitro no es una reforma técnica: es el primer paso para que quién se toma el poder nunca pierda.
El otro cambio de la Constituyente, según el texto del proyecto de Petro, es que se politizaría el manejo de la moneda. Si bien el proyecto afirma que no eliminará la autonomía del Banco de la República, al mismo tiempo propone redefinir su mandato para obligarlo a alinearse, para someterlo, con las metas de empleo, crecimiento y modelo productivo del Gobierno.
Eso mismo hizo Venezuela. La Constitución de 1999 mantuvo formalmente la autonomía del Banco Central. Pero en los años siguientes, bajo el discurso de la “coordinación con el desarrollo nacional”, el banco fue obligado a financiar el gasto público, transferir reservas y subordinarse al Ejecutivo. El resultado fue devastador: emisión sin control, destrucción del ahorro y una de las peores hiperinflaciones de la historia moderna.
Siempre ocurre igual. Ningún gobierno dice que va a destruir el banco central o a “destruir la moneda”. Dice que debe “servir al pueblo”, “acompañar el desarrollo” o “superar el dogma tecnocrático”.
El tercer gran cambio que propone el proyecto de Constituyente del gobierno Petro es el del modelo económico. Plantea que la Constitución de 1991 consagró un modelo “neoliberal” y que debe ser reemplazado por otro basado en el control estatal de sectores estratégicos, economía popular y redefinición del régimen de propiedad. No se trata de ajustes regulatorios: es un cambio total del pacto económico constitucional.
Ese fue exactamente el recorrido venezolano. Chávez habló primero de economía mixta, de correcciones al mercado, de justicia social. Luego vinieron las leyes habilitantes, las expropiaciones, los controles de precios y la destrucción progresiva del sector privado. Con Maduro, el modelo derivó en colapso productivo, desabastecimiento y un Estado que reparte escasez a cambio de obediencia.
Cuando el poder político se convierte en el gran distribuidor —de empleo, de crédito, de alimentos—, la ciudadanía deja de ser libre y pasa a ser dependiente. Y la dependencia es la antesala del autoritarismo.
Nada de esto es aislado. Todo ocurre al mismo tiempo: se suplanta la Corte Constitucional, se subordina el banco central y se reescribe el modelo económico. En Venezuela no ocurrió de un día para otro, pero ocurrió exactamente en ese orden.
Esta Constituyente es la activación de un libreto conocido, donde el lenguaje de los derechos sirve para justificar la concentración del poder y donde el “pueblo” es invocado para silenciar a las instituciones que no se someten.
Colombia ya conoce ese camino ajeno y debería tener la lucidez suficiente para no recorrerlo. Porque cuando se desmontan los frenos, cuando se domestica al juez y cuando se politiza la moneda, lo que sigue nunca es más democracia.
Es extraño que la idea del Gobierno de convocar una Asamblea Constituyente coincida con el Día de los Santos Inocentes. Una fecha que hoy se asocia con bromas, pero que en su origen histórico recuerda una matanza masiva de niños ordenada desde el poder. Una tragedia para la humanidad entonces, como puede ser ahora esta para Colombia.
Ojalá, y por el bien de todos los colombianos, nos equivocáramos y se tratara solo una de las bromas pesadas que suelen hacerse en un día como hoy.