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Lo que el mundo entero está observando con algo de expectativa, y también con mucho temor, es que a la gran potencia de Occidente ya no la dirige un estadista sino un negociante.
“Las naciones no tienen ni amigos ni enemigos, sólo intereses”, es una frase que suele atribuírsele a figuras históricas, desde De Gaulle hasta Kissinger y representa la versión más cruda de la realpolitik: las relaciones entre los países están mediadas por objetivos que van más allá de las buenas intenciones o de los afectos.
Sin embargo, en el primer mes de la nueva administración de Donald Trump ha quedado claro que esta máxima se está llevando al extremo: su regreso a la Casa Blanca no solo ha reconfigurado el estilo de gobierno dentro del propio Estados Unidos, sino que ha convertido su política exterior en un tablero de negociaciones, donde por encima de las alianzas tradicionales se exhibe un pragmatismo feroz y un modelo transaccional.
Lo que el mundo entero está observando con algo de expectativa, y también con mucho temor, es que a la gran potencia de Occidente ya no la dirige un estadista sino un negociante. Y eso puede convertirse en una carga de profundidad para el orden mundial como lo hemos conocido hasta ahora. En este contexto es útil entender que Donald Trump no ha sido un empresario, en el sentido más ortodoxo del término, sino un negociante y un especulador inmobiliario, un personaje que más que construir empresas de las que generan empleo y progreso, con estructuras sólidas y sostenibles, se ha caracterizado por sus apuestas arriesgadas y su habilidad para sacar provecho.
El primer mes de Trump II ha demostrado que su cruzada no se basa en ideales de civilización o democracia, sino en la búsqueda de ventajas inmediatas: ya no se trata de liderar el mundo, sino de pactar con él, siempre desde una posición ventajosa.
La amenaza de intervenir militarmente el Canal de Panamá, bajo la falsa premisa de que China lo controla, fue el primer ejemplo, un giro alarmante hacia el unilateralismo más crudo. Este enfoque no sólo revive el fantasma del intervencionismo en América Latina, sino que pone en jaque la soberanía de un aliado histórico, en la misma línea de medidas simbólicas como su propuesta de renombrar el Golfo de México como el “Golfo de América”.
Los comentarios sobre la posible anexión de Canadá como el “estado 51” y la propuesta de comprar Groenlandia, una idea que ya había flotado en su primer mandato, refuerzan una visión “neo-imperialista” de Trump que presagia no tener límites. Mientras tanto, la noticia de nuevos aranceles del 25% a las importaciones procedentes de Canadá y México, que comenzaron a regir ayer, ha desatado tensiones con dos de sus vecinos más cercanos: paradójicamente, la administración Trump parece más inclinada a confrontar a sus aliados tradicionales que a sus rivales estratégicos.
El caso más paradigmático es la relación con Rusia y Ucrania. Ignorando a sus aliados europeos y a Ucrania misma, Trump ha entablado negociaciones directas con Vladímir Putin, proponiendo concesiones territoriales a cambio de la retirada rusa y exigiendo a Ucrania que le dé participación a Estados Unidos en sus recursos naturales como condición para mantener su respaldo. Business are business.
Es sin duda en la política exterior donde la nueva doctrina de Trump se ha manifestado con mayor crudeza: Estados Unidos ya no actúa como garante del orden global, sino como un intermediario enfocado en maximizar beneficios inmediatos.
En la política doméstica, también se ha movido con una velocidad sin precedentes. La creación del Department of Government Efficiency (DOGE), dirigido por Elon Musk, ha encabezado una purga masiva contra la “burocracia” y la ineficiencia estatal, la cual, aunque aún no se sabe si dará resultados concretos, ya ha cobrado como víctimas a entidades como USAID, de la cual Colombia era una de las grandes beneficiarias. En la nueva doctrina Trump lo de la cooperación norte-sur no pega.
El presidente, además, firmó más de 70 órdenes ejecutivas en sus primeros días, triplicando el ritmo de su primer mandato y superando ampliamente a sus predecesores. Desde la orden para restringir el derecho a la ciudadanía por nacimiento, hasta el indulto masivo a más de mil asaltantes del Capitolio, pasando por medidas mediáticas como los vuelos de deportación acelerada. Todas estas acciones de corto plazo están dirigidas a reivindicar las batallas culturales que movilizan a su base votante.
Si durante el siglo XX la relación de Estados Unidos con el resto del mundo, y especialmente con Rusia y en general los soviéticos, estaba claramente definida por la guerra fría y Washington dividía el planeta entre quienes estaban con su manera del ver el mundo y quienes no, ahora Trump parece cambiar por completo este modelo.
El presidente de Estados Unidos parece estar más en la tónica de que “es mejor un mal acuerdo que un largo pleito”, al menos eso es lo que parece estar haciendo en el caso de Ucrania. Quizá la lógica de Trump se arraiga en The Art of the Deal, su célebre libro de los años 80, donde el éxito se mide por la capacidad de cerrar acuerdos favorables sin considerar las implicaciones a largo plazo.
O si se quiere está más sintonizado con la filosofía de Deng Xiaoping, aquella de que no importa si el gato es negro o es blanco con tal de que cace ratones. No parece importarle si China o Rusia son gobiernos democráticos o comunistas o dictaduras sólo está interesado en ver qué ventaja puede sacar de la relación con ellos.
Cuando este enfoque se traslada a la geopolítica, por parte de un país con el significado de Estados Unidos en el mundo, las consecuencias resultan aún más profundas y a esta altura de la historia aún indescifrables.