El dopaje volvió a posar su sombra esta semana sobre el deporte profesional. Muy en concreto en el ciclismo nacional e internacional: mientras se confirmaba que en la pasada Vuelta a Colombia ocho corredores dieron positivo por medicamentos ilegales, la Unión Ciclística Internacional (UCI) anunciaba que el astro británico Chris Froome registró en la Vuelta a España 2017 cantidades no permitidas de salbutamol, un fármaco para asmáticos que empleado de manera dolosa puede mejorar el rendimiento deportivo.
Estos casos, como los de renombrados campeones que en el pasado terminaron despojados de sus títulos y medallas en el atletismo, las pesas, el tenis y el mismo ciclismo, no solo acaban con los ídolos y sus carreras, sino que derrumban la credibilidad y sepultan el juego limpio y llevan a millones de jóvenes del planeta un mensaje y un ejemplo detestables de trampa y deshonestidad.
El canadiense Ben Johnson, corredor de 100 metros en los ochenta, y la velocista estadounidense Marion Jones, en los noventa y principios de este siglo, vieron despedazarse sus carreras, y sus vidas, cuando los controles pusieron en evidencia que sus plusmarcas eran resultado del engaño.
En 2013, ante la periodista Oprah Winfrey, el pedalista y estrella de las carreteras Lance Armstrong, siete veces “ganador” del Tour de Francia, admitió haber usado sustancias como EPO y hacerse transfusiones de sangre para obtener sus resonantes victorias. Lo hizo, dijo, por arrogancia y por un “instinto insaciable” de triunfos. Pero la opinión pública condenó sus excusas y Armstrong terminó enfrentado al escarnio público y las deudas con sus patrocinadores y los organizadores de las carreras en las que venció.
La ex tenista número uno del mundo María Sharapova cargó con la vergüenza del doping en marzo de 2016. Debió fustigarse ante los micrófonos por “decepcionar a sus aficionados” y, por supuesto, a las empresas que la respaldaban, las cuales manifestaron su sorpresa y tristeza.
El uso de dopantes atenta contra un amplio espectro social, sus metas y sueños. Se debe empezar por los daños que provoca en quienes consumen estas sustancias: la salud está en juego. Su organismo puede sufrir afecciones de mediano y largo plazo en los sistemas renal, reproductivo, cardiorrespiratorio y óptico. Pero también se van a la basura las carreras y el futuro de los deportistas y sus familias.
Se lo dijo con crudeza a este diario el ciclista Marlon Pérez, sancionado por dopaje en 2012: “fue tocar las puertas del infierno (...) uno desaparece para la sociedad (...) se pasa a ser un cero a la izquierda”.
Por eso hay que insistir en las dos perspectivas posibles para atacar este mal que asedia el deporte de alta competencia: la de las sanciones y la pedagógica. La formación de los niños desde la base para transmitirles valores esenciales como la honestidad y el respeto, que no solo les permitirán ser mejores atletas sino seres humanos. Que aprendan desde muy temprano que de la deshonestidad y los atajos no queda nada bueno.
El otro camino es el de la penalización severa en el deporte colombiano y mundial. “Implacable y dura”, como lo propone un proyecto de ley que cursa ante nuestro Congreso, que incluso contempla penas de cárcel para los infractores reincidentes, con el ánimo de que los jóvenes vean que ese camino, esa ruta, no los llevará a ningún lado.