Cuentan que Gardel estuvo tras los pasos de un tango perdido en Medellín, un tango hermoso que pocos habían podido interpretar y pocos lo habían podido escuchar completo. Un tango que pasó por las manos de Larroca, El Polaco, Sofía Bozán y el propio D’Arienzo. Un tango que estuvo guardado bajo llave esperando la valentía de unos oídos atentos y precisos, de un alma melancólica y bohemia que lo resistiera, un tango que era la vida para cualquier bandoneón. Carlitos se encontró un pedazo de este tango en las calles del barrio Manrique, entre jíbaros, ruido, motocicletas a toda velocidad, olor a aceite quemado, ladrones, amas de casa, artesanos, bulteadores y letreros con su nombre por todo lado, “Gardel” en cada esquina. Peluquería Gardel, rezaba en letras luminosas azules al final de la calle.
Lo vieron caminar por la tradicional carrera 45, la arteria tanguera del barrio Manrique en Medellín. Sentado en una acera, al lado de su propia estatua, fumando y esperando la respuesta que lo llevaría a escuchar completo el tesoro escondido, el tango disminuido con el toque de Dios. Allí, en el brazo del bronce del morocho, de él mismo, encontró otro trozo de sonido.
Un aguardiente en una heladería con dos billares, rocola tanguera, y la muerte rondando en forma de bolsa de droga, arma rezada, camándula bendita y maldita, y el ambiente de una ciudad que había sido la más violenta del mundo. Todos lo vieron pero nadie lo confirmó, nadie se atrevió a hablar.
Yo no lo vi, pero cuentan que a lo lejos lo observaron con un sombrero negro de ala alta, caminando despacio, saludando a todos, sin excepción: al verdulero, al jíbaro, al billarista y a los roqueros que bajaban de las periferias de la ciudad, con grabadora en mano, escuchando anarco punk a todo volumen.
Cuando anocheció, Gardel se resguardó en el lunfardo que habita en Medellín, en el olor a marihuana y orines, en las luces de los autos de frente, en los bares que guardan los tesoros, las historias, el dolor, la desesperanza refugiada en una canción. Llegó solo, sin indicaciones y con la valentía gaucha a los bares Homero Manzi, Salón Málaga, Adiós Muchachos, Adiós, y se tomó lo necesario, el tiempo, las conversaciones, los cigarrillos, las canciones, el amor, la noche, la noche paisa clandestina en el cielo.
Allí, nadie le daba razón del tango perdido. Llegó a Antioquia, pero al barrio, a las calles con ese nombre y ese apellido: Barrio Antioquia, dónde se fraguaron hazañas de bandoleros de renombre, donde además conviven la salsa, el punk, el rap, y el tango en un mismo rincón, maloliente y frentero, donde hay luces de colores en las ventanas, comida callejera, cotejos de fútbol en estrechas callejuelas y niños corriendo jugando a las escondidas. Y ahí cerca, muy cerca de donde murió hace 85 años, lo recibió el ”Gordo” Aníbal, el dueño de la historia secreta del tango en la capital antioqueña.
Sonó el disco y allí estaban los otros pedazos de este tango perdido y buscado, del deseo oculto y la armonía perfecta, estaba en los escondites profundos de El Patio del Tango, el lugar que, como una fotografía, retrata el bajo fondo porteño y lo musicaliza con honores desde las montañas de Colombia.
Acá, una ilusión cariñosa, para recordar la muerte del Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto, el bonaerense, francés, uruguayo y antioqueño, Carlos Gardel.