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Mucha fórmula, poca ecuación. La teoría del todo, de James Marsh

17 de enero de 2015
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Es difícil conciliar la figura que todos tenemos de Stephen Hawking, el físico inglés convertido en ícono pop gracias a libros tan conocidos como “Breve historia del tiempo” y a ser constante motivo de broma en “The Big Bang Theory”, con el joven alegra que corre en su bicicleta a toda velocidad por las estrechas calles de Cambridge al comienzo de “La teoría del todo”. Para toda una generación, Hawking es el hombre cuyo cuerpo, debido a la enfermedad de Lou Gehrig, ha dejado de funcionarle como debería, pero cuyo cerebro sigue generando ideas que alimentan su disciplina, la cosmología, ese “tipo de religión para ateos inteligentes”, como él mismo la llama al comienzo, cuando en una fiesta universitaria conoce a Jane Wilde, su futura esposa, la otra protagonista de esta película biográfica.

Antes de que la enfermedad se desencadene con furia, sin embargo, el guión se preocupa porque comprendamos la atracción de los dos jóvenes y el compromiso que Jane asume a sabiendas de que el cuerpo de Stephen se convertirá en una carga que ella deberá llevar sobre su espalda. James Marsh, el director, consigue algunas de las secuencias más evocadoras de la película, simplemente permitiéndonos acompañar su enamoramiento en un entorno casi mágico. Verlos bailando sobre un puente o mirando los fuegos artificiales, hace que sea más triste lo que vendrá después, cuando la postura y hasta la voz de Hawking se deterioren hasta un punto sin retorno. En ese momento todos los aplausos se los lleva Eddie Redmayne, quien no sólo logra imitar con extraordinaria similitud las poses corporales y los movimientos de Hawking en el proceso de quedar postrado, sino que consigue inyectarle además eso que ha hecho del físico un personaje admirable para muchos: ese brillo de curiosidad inagotable en sus ojos, esa tendencia a sonreír a pesar de todo, ese optimismo inagotable.

El problema es que esta historia se filmó no porque necesitáramos otro relato conmovedor de un ser humano luchando contra una enfermedad. Se hizo porque es Stephen Hawking. Y de eso, de la dimensión científica que hace al personaje tan importante, la historia no logra hablar de forma convincente. Sí, sabemos que entre Stephen y Jane nunca hubo acuerdos sobre la figura de Dios, pero esa discusión está puesta con manual, sólo para que la recordemos cuando se debe, pero no para ahondar en ella. Las puestas en escena de los momentos de discusión científica son tan obvios y superficiales que parecen de representación escolar y al final la película prefiere gastar tiempo en que entendamos cómo ese científico notable pudo tener tres hijos que en explicarnos cuál es el verdadero mérito de su trabajo o en ahondar en las motivaciones de las decisiones que Jane (encarnada con noble discreción por Felicity Jones) tomó durante su matrimonio.

Salimos admirando a Hawking de la sala de cine, claro, pero por razones que no son. Exactamente como si llegáramos a la respuesta correcta de una ecuación a través de procesos equivocados.

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