Una guerra, deberíamos saberlo ya todos en Colombia, es un suicidio colectivo. Además de la pérdida de vidas inocentes, la sociedad que ha vivido una guerra debe sobrellevar las heridas que el conflicto deja, seguir adelante de la mejor forma que pueda y, sobre todo, debe aprender a perdonar al que antes veía como su enemigo. François Ozon, el director cuya retrospectiva es parte central de la edición actual de Eurocine y que es capaz de dirigir grandes películas un día y al otro resbalar con salidas en falso, pero que por esa misma irregularidad es siempre interesante, trae esta vez una película que provoca resonancias emocionales insospechadas en la audiencia local, debido a que parte del conflicto principal de la trama de Frantz es el perdón.
Ozon retoma parcialmente la premisa central de Broken lullaby, de Ernst Lubitsch, que en 1932 narraba la historia de un violinista francés que luego de matar a un soldado alemán que había sido su compañero de conservatorio, viaja a a conocer a la familia de su “enemigo”, pues no es capaz de soportar la culpa que siente. Y digo que retoma parcialmente la historia, porque Ozon no sólo cambia muchos elementos sino que además centra la narración en la novia del soldado fallecido, Anna, que será la verdadera protagonista del relato. Interpretada por la actriz alemana Paula Beer con una liviandad y una sutileza en sus gestos que le vienen muy bien al personaje, Anna será quien vaya descubriendo las verdades de Adrien, y quien tomará la decisión de usar mentiras piadosas como un remedio para que los papás de Frantz y la gente del pueblo en el que viven puedan continuar con sus vidas.
Aunque podríamos destacar el elemento romántico de la historia, esa dificultad de aceptar que uno pueda seguir enamorado de una persona aunque sin querer te haya hecho daño, tal vez sea el retrato de una sociedad herida lo más interesante de Frantz. Cuando Adrien llega a Alemania, la gente lo culpa de todas las pérdidas familiares que sufrieron, como hacemos tantos cuando encerramos en el término “guerrillero” a miles de personas cuyas historias no conocemos. Cuando Anna viaja a Alemania, su sola nacionalidad genera desconfianza, por esa misma necesidad que tenemos de hallar enemigos. Ozon logra el difícil balance de estos dos elementos ayudado por una puesta en escena sobria, un guión de diálogos precisos, y un reparto que se ajusta a sus papeles a la perfección. Los padres del fallecido Frantz, por ejemplo, logran que una escena simple, en la que escuchan un violín en una sala, esté llena de emoción.
Ozon sólo se atreve a “alterar” su sobriedad con un “capricho” visual. En algunos momentos deja el blanco y negro de toda la película y se pasa al color. Son los instantes en que los protagonistas se atreven a vivir sin pensar en la guerra. Porque eso es también la guerra: un filtro que no nos deja ver los colores del mundo que nos rodea; de la vida que aguarda por nosotros, con toda su incertidumbre y toda su esperanza.