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Me senté a hablar con mi abuelo. Era de noche, aunque no era tarde, solo había oscurecido. Fue en su finca, en un lugar donde hay espejos con marcas de gaseosa, donde hay botellas, algunas vacías y casi todas llenas. Donde hay algunos cuadros de los integrantes de la familia. Él, Javier, le dice bar, así no lo sea.
Mientras conversábamos aparecieron las canciones, las mismas que yo reproducía desde el celular, proyectadas a un equipo con bluetooth, las mismas que él me pedía. Ponéte un tanguito, este bolero me recuerda muchas cosas, ¿te gusta Julio Jaramillo?
Mi abuelo no llora con las canciones, ni con nada, nunca lo he visto llorar, tiene una fortaleza inquebrantable, eso admiro de él. Yo soy de lágrima fácil, una película, una canción, un libro, una conversación o, incluso, ver a otra persona llorar.
Esa noche, en ese bar, con ese celular, con esas canciones, mi abuelo y yo escuchamos un repertorio que nos llevó por varias ciudades, por muchas historias y por su propia vida. Apareció Javier Solis, el rey del bolero ranchero y ahí, la anécdota mayor.
Payaso, soy un triste payaso
Que en medio de la noche
Me pierdo en la penumbra
Con mi risa y mi llanto.
Ese soy yo. Me dijo él mientras agarraba la copa y de un trago acababa su vaso de whiskey.
No dije nada, porque no había nada que decir. Él lo dijo todo con tres palabras y Javier Solís remató todo con su voz desgarrada. Mi abuelo en momentos estaba triste, mientras nosotros lo veíamos sonreír todo el tiempo, contar chistes y estallar en carcajadas.
En otra oportunidad me senté a ver videos con mi papá. Él recordó sus canciones de infancia y las que su papá cantaba, es decir, mi abuelo.
Apareció El Provinciano, una canción compuesta por Laureano Martínez Smart, un tipo que no tenía nada de provinciano, ya que su padre era Peruano y su madre Chilena, sin embargo en la canción materializaba la sensación del provinciano que deja su hogar en busca de nuevos horizontes. El tema se convirtió en el himno del inmigrante. Su versión más popular es interpretada por el ecuatoriano Olimpo Cárdenas.
Luché como varón para vencer
Y pude conseguirlo, alcanzando mi anhelo de vivir con todo esplendor
En medio de esta dicha me atormenta la nostalgia
Del pueblo que dejé mi corazón.
Juntos escuchamos esa canción, la que mi papá pidió. Él elevó su cara, miró al infinito, subió la frente como para evitar que las lágrimas corrieran pero fue inevitable. Al acabar la canción lo abracé, nos abrazamos. Mi papá recordó a su viejo, cansado de trabajar, cansado de pensar en los demás, cansado de vivir. Recuerdo que cuando mi abuelo Leonel la escuchaba también lloraba.
Esa misma madrugada, en la oscuridad, me paré temblando de la cama, algunas lágrimas quedaron en la almohada. Había soñado con el abuelo. Por eso los abuelos nunca se van.
Ese es el poder de una canción.
Me senté a hablar con mi abuelo. Era de noche, aunque no era tarde, solo había oscurecido. Fue en su finca, en un lugar donde hay espejos con marcas de gaseosa, donde hay botellas, algunas vacías y casi todas llenas. Donde hay algunos cuadros de los integrantes de la familia. Él, Javier, le dice bar, así no lo sea.
Mientras conversábamos aparecieron las canciones, las mismas que yo reproducía desde el celular, proyectadas a un equipo con bluetooth, las mismas que él me pedía. Ponéte un tanguito, este bolero me recuerda muchas cosas, ¿te gusta Julio Jaramillo?
Mi abuelo no llora con las canciones, ni con nada, nunca lo he visto llorar, tiene una fortaleza inquebrantable, eso admiro de él. Yo soy de lágrima fácil, una película, una canción, un libro, una conversación o, incluso, ver a otra persona llorar.
Esa noche, en ese bar, con ese celular, con esas canciones, mi abuelo y yo escuchamos un repertorio que nos llevó por varias ciudades, por muchas historias y por su propia vida. Apareció Javier Solis, el rey del bolero ranchero y ahí, la anécdota mayor.
Payaso, soy un triste payaso
Que en medio de la noche
Me pierdo en la penumbra
Con mi risa y mi llanto.
Ese soy yo. Me dijo él mientras agarraba la copa y de un trago acababa su vaso de whiskey.
No dije nada, porque no había nada que decir. Él lo dijo todo con tres palabras y Javier Solís remató todo con su voz desgarrada. Mi abuelo en momentos estaba triste, mientras nosotros lo veíamos sonreír todo el tiempo, contar chistes y estallar en carcajadas.
En otra oportunidad me senté a ver videos con mi papá. Él recordó sus canciones de infancia y las que su papá cantaba, es decir, mi abuelo.
Apareció El Provinciano, una canción compuesta por Laureano Martínez Smart, un tipo que no tenía nada de provinciano, ya que su padre era Peruano y su madre Chilena, sin embargo en la canción materializaba la sensación del provinciano que deja su hogar en busca de nuevos horizontes. El tema se convirtió en el himno del inmigrante. Su versión más popular es interpretada por el ecuatoriano Olimpo Cárdenas.
Luché como varón para vencer
Y pude conseguirlo, alcanzando mi anhelo de vivir con todo esplendor
En medio de esta dicha me atormenta la nostalgia
Del pueblo que dejé mi corazón.
Juntos escuchamos esa canción, la que mi papá pidió. Él elevó su cara, miró al infinito, subió la frente como para evitar que las lágrimas corrieran pero fue inevitable. Al acabar la canción lo abracé, nos abrazamos. Mi papá recordó a su viejo, cansado de trabajar, cansado de pensar en los demás, cansado de vivir. Recuerdo que cuando mi abuelo Leonel la escuchaba también lloraba.
Esa misma madrugada, en la oscuridad, me paré temblando de la cama, algunas lágrimas quedaron en la almohada. Había soñado con el abuelo. Por eso los abuelos nunca se van.
Ese es el poder de una canción.