Creemos, confiados, que los años son como cimientos. Que las amistades que hemos cultivado desde la infancia, los amores que nos han acompañado media vida, se han afianzado con el paso del tiempo y son más fuertes que los que acaban de nacer. Olvidamos —por fortuna, pues si no lo hiciéramos nuestra existencia sería angustiosa— que los sentimientos no están guiados por la razón y que las emociones intensas, la nostalgia, la pasión, los celos, se sienten siempre como si los viviéramos por primera vez.
Lo sabrá muy pronto Kate, la profesora de escuela retirada que vive con su marido, también jubilado, en un pueblito de la campiña inglesa donde se respira tranquilidad y donde su única urgencia es la próxima celebración de sus 45 años de matrimonio en una fiesta que la obliga a ocuparse de cada detalle: las flores, la comida, las canciones que pondrá el disc-jockey. Lo sabrá porque el cartero le ha llevado a Geoff, su esposo, una carta en que le comunican desde Suiza que han encontrado el cadáver de una antigua novia suya, desaparecida hace casi 50 años mientras ambos practicaban montañismo y que, según le indican, por efecto del frío extremo en el glaciar donde pereció, luce igual que cuando la vio por última vez.
Es una carta cualquiera para Kate (al fin y al cabo, aquello fue antes de que se conocieran), pero no para Geoff, que ve de repente en su cerebro, mucho más intrépido que su viejo y dubitativo cuerpo, la posibilidad de otra vida que ya no fue. Acompañaremos entonces a este matrimonio que se conoce de memoria, durante la semana en que un sentimiento ajeno se instalará entre ellos, como una sombra, como un fantasma, para no dejarlos vivir.
Miraremos los ojos de ella, los hermosos e intensos ojos de Charlotte Rampling, que expresan mejor que cualquier parlamento, lo que quisiera decir. Observaremos los movimientos de él, calculados hasta en el mínimo detalle por Tom Courtenay, que también se luce en su interpretación. Seremos testigos, a través de los elegantes y meditados planos con que narra esta historia Andrew Haigh, de momentos que significan mucho más de lo que parecen: un tramo de carretera compartido en silencio, un baile sonriente en medio de la sala, un paseo a su perro que es un intento de reconciliación. La sensibilidad en la narración, la sobriedad en la edición y en la música, harán que la intensidad de la película vaya en un ascenso constante, como si fuera una cinta de suspenso de las que se definen en la última toma, aunque nada hay frente a nosotros que no se parezca a la vida de cualquiera.
Esa es la gran fortaleza de “45 años”. Sin un solo aspaviento, sin necesidad de exageraciones melodramáticas, nos recordará que nuestro espíritu no envejece al ritmo de nuestro cuerpo y que allá, enterradas por décadas de comodidad y rutina, siguen ardiendo las mismas contradicciones que nos hacen humanos. Las que nos llevan a revelarnos, a dar un manotazo y decirle al de la música, que no queremos oír más la canción que suena. Nuestra canción.