En la serie Jeffrey Epstein, asquerosamente rico, se alcanza a conocer una fracción de la fortuna -en bienes y en dinero, mas no en buena estrella- de este célebre pedófilo estadounidense. Hay imágenes a vista de dron de su mansión de 20 millones de dólares, conocemos las fachadas elegantes y clásicas de sus apartamentos en Nueva York y París, hay un sobrevuelo sobre su paradisíaca isla privada, salpicada de cabañas idílicas que parecen extraídas directamente de una narración de Las mil y una noches. Con los recursos con que Epstein contaba, no le hubiera sido difícil adquirir los bienes de cualquier sultán. Por supuesto, como las noticias nos habían tenido informados sobre las actividades a las que Epstein se dedicaba en su intimidad, tanta opulencia producen el doble de repulsión.
Esta miniserie de Netflix narra las andanzas de un depredador sexual que desde finales de los años noventa ya estaba siendo investigado por abuso de menores. Había afrontado procesos judiciales de los que salió victorioso girando algunos cheques, haciendo tratos con fiscales, que solo lo procesaban por delitos menores, imponiéndole, por ejemplo, una condena en prisión de la cual podía evadirse por un permiso especial de trabajo.
En los círculos del dinero se conocían las actividades pedófilas de Epstein, muchos se hacían los de la vista gorda cuando aceptaban los gestos altruistas del millonario, otros, quizá, también participaban de sus jornadas de depredación. Mientras tanto, el número de víctimas estuvo en aumento. Después de la primera denuncia en su contra pasaron más de dos décadas hasta que por fin la justicia se decidió ignorar sus sobornos para hacerlo no solo purgar sus crímenes sino delatar a quienes lo secundaban. Antes de que esto sucediera, el cuerpo de Epstein apareció sin vida en una celda. Suicidio, fue la versión oficial. Exámenes forenses contratados por su familia señalan que su muerte no pudo ser por mano propia.
La miniserie le da voz a las víctimas y señala el poder que tenía este lord multimillonario para pasar por encima de la ley. Muestra cómo el origen de su fortuna había sido un misterio y luego, con el testimonio de otros millonarios -que aceptan cierto grado de complicidad-, esclarece la racha de fraudes, engaños, jugarretas y seducciones que le ayudaron a Epstein a amasar las sumas exorbitantes que le permitían considerarse un intocable.
En esos sobrevuelos por los vecindarios acaudalados de Florida, se ven mansiones tan grandes y fastuosas como las de Epstein y es inevitable preguntarse por los crímenes que sostienen sus cimientos. El mismo sobrevuelo podría hacerse sobre los vecindarios de alto abolengo de cada nación y es una apuesta segura decir que saldrían a flote historias igual de ignominiosas.
El caso de Jeffrey Epstein, un pedófilo serial, no debería considerarse distinto al de los asesinos de corte Ted Bundy que igualmente nutren las narrativas audiovisuales. Mientras Bundy y los de su estirpe silenciaban a sus víctimas con la muerte, Epstein lo hacía con el dinero. Esta dicotomía dinero-muerte es antigua, de una vigencia escalofriante, atizada también por la sumisión y el miedo de los desposeídos. Escuchar los testimonios de las mujeres que sobrevivieron a los apetitos enfermizos de este multimillonario alimenta la necesidad de escuchar esas otras voces silenciadas que proliferan en este mundo embelesado ante hombres -sobre todo hombres- que pavonean sin mesura su toque de rey Midas.