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Con el brillo de antaño. Enredos en Broadway, de Peter Bogdanovich

  • Con el brillo de antaño. Enredos en Broadway, de Peter Bogdanovich
05 de septiembre de 2015
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Cuando comienza “Enredos en Broadway” uno tiene la impresión de que se ha devuelto en el tiempo y está viendo una película de los setentas. Todo es consecuencia de cierto brillo ámbar en la propuesta fotográfica, de cierto clasicismo en el vestuario, de la manera en que hablan los personajes. Pero lo que podría ser visto como señal de obsolescencia, con el pasar de los minutos se convierte en un abierto homenaje a una manera de hacer cine, y todavía más, de hacer comedia, que ya no es común.

En “Enredos en Broadway”, como en las grandes comedias clásicas que tanto admira Peter Bogdanovich (un parlamento indispensable del guión es una cita específica a “Cluny Brown”, la última película que dirigió Ernst Lubitsch) gran parte de la diversión proviene de la confusión y los malentendidos. Arnold Albertson (Owen Wilson) es un director de teatro que llega a New York un día antes de que empiecen las audiciones para su próxima obra, con el único fin de tener una cita clandestina con una prostituta, registrándose con un nombre falso en un hotel de lujo. El problema es que el actor británico que protagoniza su obra se aloja en la habitación del frente y descubre sus planes. Para completar, el actor inglés está enamorado de la esposa del director, que al mismo tiempo es la actriz principal de su obra. A partir de esta situación, y de personajes secundarios encantadores, como una sicóloga con poco respeto por el secreto profesional y ninguna prudencia, los encuentros y desencuentros entre los personajes crearán una farsa caótica y romántica.

El guión no tiene la mínima intención de ser “realista”. La historia comienza, como muchas de las películas de los treintas, con un parlamento narrado y escrito en la pantalla, que pone en contexto al espectador. Después vemos en primer plano a Imogen Poots, que hace de Isabella Patterson, la prostituta, convertida ya en una exitosa estrella de cine, contándole a una periodista lo que ese episodio de su vida significó para ella. Poots logra inyectarle al personaje una apariencia de inocencia en todo lo que hace, que no sólo le quita a la prostitución cualquier connotación negativa que pudiera tener (le dice a la periodista que su trabajo era ser “musa”) sino que le da a su narración el carácter de cuento infantil que nos acompañará el resto del tiempo.

Bogdanovich se saca todos los trucos del bolsillo: ascensores que suben demasiado rápido, puertas que se abren y se cierran para esconder malentendidos, una banda sonora jazzística, que desde el comienzo inspira melancolía, una alegre gritería en un teatro como clímax de todo y hasta la aparición al final de otra figura de Hollywood tan cinéfila como él. Puede que algunos trucos luzcan desgastados, pero están puestos con tal cuidado y compensados con unos diálogos tan bien escritos, que uno se siente bien perdonando los defectos de esta charada sutil, que hace que viajemos en el tiempo a aquellos días en que las comedias eran más ingeniosas que escatológicas.

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