Hace un cuarto de siglo ya, cuando éramos todos un poco más inocentes, “Tesis” de Alejandro Amenábar, que no era otra cosa que una película de misterio y horror muy bien pensada, nos hacía reflexionar acerca de la fascinación que sentíamos por las imágenes violentas, contando cómo unos registros en video de crímenes y torturas se convertían en moneda de cambio y en piezas de colección por las que alguien estaba dispuesto a todo. Veinticinco años después, cuando esas imágenes están al alcance de la mano de cualquiera y se consiguen gratis en internet, Jordan Peele nos trae otra película de misterio y horror muy bien pensada, que avanza en aquella reflexión y nos formula preguntas cada vez más difíciles: ¿cuáles serían hoy las imágenes por las que sentiríamos fascinación?, ¿qué estamos dispuestos a hacer para conseguir esas imágenes? Y en un mundo donde cada influencer es él mismo su animal de feria, su propia atracción, ¿qué tan triste es el espectáculo que damos?
Igual que Amenábar, Peele esconde sus cuestionamientos sin respuestas fáciles detrás de una historia muy entretenida, que es también un homenaje y una crítica al cine actual y a aquello en que el público lo ha convertido. La familia Haywood administra un rancho de caballos entrenados para películas y series que tiene serios problemas económicos porque las tramas actuales no precisan de muchos caballos y los westerns son cada vez más escasos. Una secuencia es clave para entender el espíritu crítico que flota por toda la película: estamos en la grabación de un comercial, donde un director talentosísimo se aburre a ojos vistas por filmar tonterías usando pantallas verdes. Nadie quiere tratar al caballo que protagoniza la escena con los cuidados que sugiere OJ, uno de los hermanos Haywood. Cuando el animal se descontrola por culpa de la estupidez humana y su falta de sensibilidad, aparecerá otro de madera que reemplaza al caballo real y lo convertirá en una criatura digital. No somos capaces de lidiar con la realidad, con el cine que está conectado con la vida de verdad porque nos incomoda, susurra Peele por lo bajo.
En algún momento los Haywood descubren que la muerte de su padre no fue accidental y que probablemente algo que no es de este mundo tenga que ver en ello. Algo que si logran filmar les arreglará los problemas de caja para siempre. Pero a esa meta llegarán por una carretera llena de curvas, que Peele traza con seguridad y buen pulso, ayudado por la fotografía serena de Hoyte Van Hoytema, por la edición precisa e inteligente de Nicholas Monsour y por la música inquietante y emotiva que compone Michael Abels. Las actuaciones de Daniel Kaluuya y sobre todo de Keke Palmer consiguen que creamos en esos hermanos, que entendamos su ambición y percibamos su angustia, no tanto porque estén en riesgo, sino porque están al borde de entender y no lo logran.
Con esa sensación nos la pasaremos toda la película. Sorprendidos más que por las respuestas, por las preguntas que no esperábamos que nos hiciera una película de vaqueros y extraterrestres.