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América Latina en su historia política reciente ha tenido comportamientos pendulares; ha pasado de gobiernos de orientación de centroizquierda a otros de centroderecha —en algunos momentos hubo gobiernos fuertemente autoritarios, como los inspirados en la “doctrina de seguridad nacional”—. Pareciera que la “alternancia”, como una característica de las democracias, ha tenido esa particular expresión en la región. Colombia había sido un poco la excepción, en la medida en que las élites habían mantenido unas estables coaliciones políticas —cuya mejor expresión lo fue el llamado Frente Nacional— y hubo un largo y cerrero conflicto armado interno con diversidad de insurgencias; esa había sido una de las causas para que no hubiera podido desarrollarse una izquierda política legal sólida, se había mantenido aparentemente al margen de ese comportamiento pendular. Por ello en ese ciclo de gobiernos de centroizquierda o progresistas de la primera década del siglo XXI, fuertemente marcados por la presencia del caudillo venezolano Hugo Chávez y su llamado “socialismo del siglo XXI” —con la diversidad de expresiones que tuvo ese discurso en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia, etc., con un alto protagonismo del petróleo venezolano—, Colombia siguió teniendo gobiernos de centroderecha concentrados en la tarea de intentar derrotar la insurgencia guerrillera e impedir la consolidación de una izquierda política con el miedo al “castrochavismo” o al denominado “socialismo del siglo XXI”.
En los comienzos de este tercer decenio del siglo XXI, y luego de un ciclo de gobiernos de centroderecha que parece estar terminando —hay que esperar el resultado de las elecciones brasileras del próximo octubre—, comienza a vislumbrarse la consolidación de un nuevo ciclo de gobiernos de centroizquierda en la región, con presidentes como Luis Arce en Bolivia, Andrés Manuel López Obrador en México, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile, Alberto Fernández en Argentina, entre otros; y allí Colombia, con la propuesta de gobierno del presidente electo Gustavo Petro, entra a ser un actor relevante y, probablemente, a liderar una nueva propuesta de gobiernos de centroizquierda —que podemos denominar 2.0— que parece mostrar algunos lineamientos diferentes.
Esta nueva oleada de gobiernos de centroizquierda orienta sus políticas públicas para buscar disminuir al máximo las odiosas brechas sociales; sin embargo, pretenden hacerlo es desarrollando el capitalismo, pero dándole un nuevo protagonismo al Estado como dinamizador, promotor —”emprendedor”, lo denominan algunas analistas—, en una especie de neokeynesianismo. Orienta las políticas sociales en una perspectiva redistribuidora buscando que las mismas beneficien a los excluidos históricos y recientes, pero manteniendo unas relaciones armoniosas con los Estados Unidos y demás centros de poder global, dentro de un reconocimiento al mundo multipolar contemporáneo. Al tiempo trata de recuperar y potenciar las instancias de coordinación e integración autónomas de los gobiernos de la región, con énfasis en el estimular y participar en transiciones energéticas que garanticen al planeta Tierra una vida para futuras generaciones —en esto hay que reconocer que el presidente electo colombiano Gustavo Petro ha sido un diligente líder—. También tiene un respeto por la institucionalidad propia de las democracias liberales —la tridivisión de poderes, los derechos humanos de todas y todos, el respeto a la oposición— y, en especial, un respeto con las fuerzas militares y de policía, por supuesto, bajo la premisa universalmente aceptada de la subordinación de las mismas a la orientación y conducción de los gobernantes civiles democráticamente electos.
La gran expectativa en la región y, seguramente, a nivel global es en qué medida estos nuevos gobiernos de centroizquierda o progresistas lograrán conseguir sus objetivos.