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A tradición y con la angelical voz de un querubín, mi hijo Diego invocó el otro día a Belcebú. Sabía que algún día llegaría ese momento y no precisamente porque lleve la semilla del diablo en su bolsillo en vez de unos céntimos de euro y una canica sino porque era cuestión de tiempo que ocurriera. Me pilló en el coche, atravesando la jungla de todoterrenos –a cada cual más grande, aún no entiendo para qué– que circulan por Madrid. Entre espumarajos y babas, envuelto en una niebla con olor a mandrágora...
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