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Tras una larga y costosa espera, el gobierno nacional expidió el martes el Decreto 546 de 2020 mediante el cual dice adoptar medidas para sustituir la pena de prisión y la medida de aseguramiento de detención preventiva en los penales por la prisión y la detención domiciliaria transitorias, en el lugar de residencia, a personas que se encontraren en situación de mayor vulnerabilidad frente al covid-19, amén de otras previsiones.
Esta normativa, edificada sobre los veintitrés cadáveres todavía tibios de la Cárcel Modelo y los cuerpos de decenas de privados de la libertad lesionados en los levantamientos del veintiuno de marzo, llegó de forma muy tardía y justo cuando el contagio en algunos penales camina a pasos agigantados. Además, dígase, el texto no ordena ninguna “excarcelación” como de forma embaucadora dicen algunos, porque él no dispone poner fuera de la cárcel a los presos (según el diccionario, esa voz equivale a “poner en libertad a un preso por mandato judicial”); aquí se propone es sustituir el lugar de reclusión por seis meses, mientras dure la situación excepcional.
Desde luego, también llama la atención que de las treinta y una páginas del cuerpo normativo diecisiete se destinen a los considerandos (para motivar y explicar las razones por las cuales se pone en vigencia) que, si no se han contado mal, son ciento cuatro; con ello, el contenido real se reduce a diez folios consignados en treinta y tres artículos. Esto es, un cuerpo normativo que desde sus inicios (por su doble discurso) señala que no combatirá los fenómenos anunciados porque se trata de otro monumento a la eficacia simbólica, que bien podría incluir Paul Tabori en su “Historia de la estupidez humana”; un estilo de legislar paquidérmico, hirsuto, sin sustancia, llamado a acallar las críticas y cubrir las apariencias mediante discursos gastados. ¡El eterno mito de la ley como un instrumento para encubrir dolorosas realidades!
Así mismo, las exclusiones son tantas que –dijo alguno–, solo no se excepcionó el maltrato animal; es más, no se entiende cómo, en tratándose de una legislación de emergencia, el Decreto sea más severo que el régimen ordinario (Código Penal, artículos 38G y 68A los cuales, como dice el parágrafo 4º del artículo 6º, no deroga); si se quiere ser coherentes, pues, ese ordenamiento ha debido intitularse como “medidas para NO sustituir” la pena y la medida. De esta manera, de los alrededor de 126.000 reclusos existentes si acaso un dos o un tres por ciento de ellos (los más enfermos y necesitados de asistencia) podrán aspirar al cambio del lugar de reclusión anunciado; dicho de otra manera: el Estado se libera de las cargas más pesadas para que las asuman las familias de los reclusos –muchas también desamparadas–, con lo cual los anuncios del artículo 22 se tornan en pura música celestial. A ello, añádase la innecesaria duplicidad de procedimientos (artículos 7º y 8º) en atención a la clase de sustitución de la cual se tratare que, para acabar de ajustar, no son los más expeditos y requerirán meses porque la congestión judicial es grande. En otras palabras: cuando esas medidas pírricas se logren aplicar a sus posibles beneficiarios, ya el coronavirus habrá hecho su mortal tarea.
Así las cosas, solo resta añadir que –pese a los esfuerzos valerosos de algunos que lucharon por introducir medidas humanitarias– las autoridades gubernamentales se lavaron muy bien sus manos al expedir la normativa pero no, precisamente, para combatir la pandemia; por ello, ahora el único camino que les queda es decretar una emergencia carcelaria y proceder, con urgencia, a enfrentar la crisis con medidas serias y concertadas democráticamente con los mismos presos. Si ellas no reaccionan a tiempo estarán condenadas a escuchar recitar para siempre los versos de Dante Alighieri: “Toda maldad es repugnante al cielo, /y sobre todo, el fraude y la violencia, /que a otros causa desgracia o desconsuelo”.