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Romper la dependencia entre innovación y tecnología es liberador. Nos acerca a lo que necesitamos aquí y ahora.
Por Juan Carlos Manrique - jcmanriq@gmail.com
En mi última columna evocaba una súplica de Mafalda, en una conversación imaginaria con Nerón: “¡Paren el mundo!” Pero esta vez, no porque quiera bajarme, sino porque quiero cambiarlo. Tal vez no podamos detenerlo, pero sí transformarlo, regenerarlo, sanarlo.
¿Cómo? Llegó a mis manos un libro que no esperaba y que se convirtió en una grata sorpresa: Innovación para el Bienestar, de Diego Corrales.
Al terminarlo, lo primero que pensé fue en el concepto finlandés Hiljaisuus, que significa silencio: un silencio para conectar, para resistir, para comprender qué es eso que llamamos bienestar. Silencio para pensar, conversar y empatizar, en un mundo sobrecargado de ruido, velocidad y superficialidad. Un silencio que comunica más que mil discursos estridentes. Una forma de habitar el mundo con profundidad y libertad.
Y en un espacio de silencio, a partir de una carta que Diego le escribe a “Sara”, una joven líder, comienza un diálogo que cuestiona un hecho inquietante: estamos llenos de algoritmos, aplicaciones y posverdad, pero cada vez más vacíos de humanidad, de propósito, de bienestar. Sara encarna a quienes aún creen, como Mafalda, que vale la pena cambiar las cosas. A quienes cuestionan, sueñan y actúan, convencidos de que innovar no es solo crear tecnología ni aumentar la eficiencia. Necesitamos innovar, claro. Pero no basta con el “qué“; importa, sobre todo, el “por qué“. El verdadero sello de una innovación es que genere bienestar.
Romper la dependencia entre innovación y tecnología es liberador. Nos acerca a lo que necesitamos aquí y ahora. Además, liberarnos de la tiranía de la eficiencia es potente: pone la vida en el centro. Reconecta la innovación con su verdadera razón de ser, en un mundo obsesionado con la velocidad, la productividad, la eficacia.
Mientras seguimos atrapados en narrativas del siglo pasado, en muchos lugares ya se viven conversaciones del siglo XXI, como en Barranquilla, con dos ejemplos de innovación con propósito. Primero: el nuevo mercado de granos. Recuperaron un símbolo del comercio nacional —una joya con 112 años de tradición— para dignificar la labor de más de 150 comerciantes y mejorar el bienestar de cientos. Segundo: la transformación de Barrio Abajo, convertido en un museo a cielo abierto, un lienzo de historia, cultura y color; un territorio con sentido social. Dos ejemplos que no suenan a Silicon Valley, pero que cambian vidas. La diferencia entre quienes creen que los problemas se resuelven con leyes, discursos “cósmicos” e ineptocracia, y quienes demuestran que se resuelven con liderazgo lleno de hábitos atómicos.
Mafalda quiere que paremos el mundo... para tener momentos de Hiljaisuus. Ese silencio donde puede nacer el cambio. Para preguntarnos: ¿Innovar nos hace mejores? ¿Qué es ser mejores? ¿Toda innovación es progreso? ¿Qué es progresar? ¿Tiene que ver con la salud mental, la confianza social, la desigualdad, la exclusión, los que están en la periferia? Secundemos a Mafalda, aunque suene utópico. Paremos el mundo.
Y tal vez entendamos que el futuro no estará en manos de los algoritmos generativos, sino de quienes se atrevan a tener conversaciones profundas, incluso incómodas —conversaciones que nos devuelvan lo más urgente: la capacidad de aprender, una vez más, a ser más humanos.