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Columnistas | PUBLICADO EL 30 diciembre 2019

UN ENCUENTRO EN EL BOSQUE

Por Fernando Velásquez V.fernandovelasquez55@gmail.com

Digo adiós a la ciudad. Con las manos en los bolsillos me dirijo a paso lento hacia el poniente que dibuja un sol rojo encendido; avanzo pletórico de ilusiones como los rapsodas a la hora de la alborada. Arribo al bosque y me recuesto sobre un inmenso lecho de hojas secas; sobre las copas de los árboles se escuchan los pájaros cantores que van de un lado al otro, sonríen las flores silvestres y las muscíneas centenarias buscan ser adoradas. Un hermoso arcoiris se eleva imponente y rompe la monotonía de los cielos; me invita a danzar con las ninfas.

Cae la noche y se asoman las estrellas decembrinas que tapizan la bóveda celeste. Pretendo ser el hijo predilecto de las luciérnagas taciturnas o el destinatario de las brisas y los aguaceros gozosos. Transito entre constelaciones, medito en los poemas que otros escribieron para renovar sus añoranzas y glorificar a sus amantes lejanas; busco un espacio recóndito al cual no lleguen los buhos ni los cuervos que huyeron presurosos la víspera. Allí debo llorar por los firmamentos perdidos y escuchar el ladrido de los lebreles vecinos.

La sordina asciende y las horas pasan impasibles mientras le digo adiós a los últimos astros luminosos, que se perdieron entre vírgenes somnolientas en medio de una altiva luna llena; quisiera gemir en medio de góndolas venecianas y dejar que los recuerdos me asaltaran cual manada de corceles fugitivos. Ya no se oyen las risas de las muchachas querendonas; tampoco aparecen las avecillas del otoño que, otrora, se posaban airosas sobre los tejados y se gorjeaban sus nostalgias. Hasta los navegantes abandonaron sus veleros para jugar a las despedidas y extraviarse en las sombras.

Cual buen discípulo del dios Baco vuelvo mis ojos sobre los odres viejos donde yacen finos vinos forjados a través de los siglos, y veo mi cara llena de sonrisas gastadas que se refleja entre espejos. Quiero flotar sobre dehesas escondidas y encontrar el lugar encantado donde los sueños se vuelven árboles añosos y las flores resplandecen vanidosas entre sillones florentinos. Allí donde se fabrican todos los arreboles, las arañas taciturnas tejen sus redes, las mariposas danzan orgullosas y los grillos atropellados saltan sobre las estepas. Me inclino reverente entre los sotos para oler los pinos que el viento golpea inclemente; le tiendo una mano a la lluvia sonrosada y me deleito con el ágil danzar de un colibrí enamorado. Desciendo a los océanos en compañía de músicos celestiales, luego asciendo a las montañas hechizas cual gigante caído.

Intento dialogar con un par de tórtolas que buscan alimento pero ellas pretenden que debo continuar mi viaje en los trenes que parten, para que no me encuentren las auroras y los días puedan huir presurosos. Dejo que las alondras glotonas sigan su trasegar mientras las codornices ponen sus huevos centenarios y piensan en sus futuros polluelos. De repente llegan dos amados viajeros del pasado: mi padre con una sonrisa que anuncia su partida y mi madre con un rostro que se viste de adioses; ellos avanzan a paso lento y se recuestan sobre mi hombro. Al despuntar el alba tras un largo ensueño, ambos siguen anudados a mis pensamientos y los infatigables minuteros me sorprenden cuando observo hechizado el caminar de las hormigas.

Decidido a regresar a la urbe y ensayo caminar sobre los tapices silvestres pero descubro que las libélulas, cual niñas juguetonas, me vistieron con sus alas; les digo adiós y las invito a despedir a otros viajeros que siguen su rauda marcha en la búsqueda de nuevos edenes. Al fondo, mientras me desplazo sobre la cinta asfáltica, diviso el valle de las torres de ladrillo y las chimeneas cansadas de envenenar la vida, donde moran millones de hombres enloquecidos que se devoran como fieras hambrientas y ni siquiera pueden respirar; pronto abrazaré a mi amaba para quien llevo las escarcelas llenas de bellotas.

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