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Todo este sentimiento de no pertenencia llevó a Tere a habitar el silencio. Prefería callar antes que exponerse. Pero, por fortuna de todos, ese silencio lo fue llenando de música con un instinto sabio y vital.
Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com
Esta historia comienza con la siguiente frase: “Hoy le voy a abrir el piano de cola para que dé el primer concierto”, los protagonistas son Valerio y Tere, en un palacio de bellas artes. La niña aún era muy pequeña y no leía nota, tocaba a puro oído, pero era muy concentrada y estudiaba y estudiaba y, sobre todo, muy silenciosa; como todo era a escondidas, Tere no hacía ruido, sólo tocaba, hasta ese día, cuando esas palabras del padre le trazaron un camino que parecía imposible para la Medellín de esa época.
Y cómo no iba a serlo si Tere sintió el racismo desde muy pequeña, fueron muchas las veces en donde se sintió discriminada, excluida y rechazada sólo por tener una piel negra y vivir en un mundo de blancos, en la Medellín de los años cuarenta, en medio de una clase alta con pretensiones de blanqueamiento, en la que los adultos prohibían a sus hijas jugar con la niña negra, que, además de negra, era pobre y adoptada. Las mismas monjas del colegio de las carmelitas, le negaron la entrada a Tere porque “nosotras no recibimos negros”.
Todo este sentimiento de no pertenencia llevó a Tere a habitar el silencio. Prefería callar antes que exponerse. Pero, por fortuna de todos, ese silencio lo fue llenando de música con un instinto sabio y vital. “Yo tocaba para que la gente me quisiera. Lo que yo quería decir era eso, que era el momento en que yo podía comulgar con la gente, donde no había murallas. Ahora toco porque quiero a la gente”, dice Teresita.
Cierta vez, en el desaparecido teatro Bolívar, que era más grande que el teatro Colón de Bogotá, Tere escuchó a una niña prodigiosa, judía, rubiecita de ojos azules que tocaba precioso el piano, se llamaba Gladys Levá o Levin, “yo guardé ese programa de esa niña mucho tiempo porque yo iba chuleando lo que podía tocar”. Ese día dijo que quería ser como ella.
Un día, llegó a Medellín, específicamente a Bellas Artes, la maestra italiana Anna María Pennella. Tere tenía diez años y apenas la maestra la escuchó dijo: “Sáquenla de la escuela que yo voy a estar aquí muy poquito tiempo y esta niña va a ser pianista”. En tres años de estudio intenso con Pannella el adelanto fue inmenso. A los once años tocaba baladas de Chopin, sonatas de Beethoven, como si nada. Hasta que surgió la idea de irse becada para Italia, viaje que nunca se dio, ¿saben por qué? “Muchos años después me enteré de que la familia de Pennella, que vivía en Nápoles, se había opuesto a que yo fuera por ser negra”.
Y dejo aquí esta historia que apenas empieza y que he ido tejiendo con las palabras que Beatriz Helena Robledo escribió sobre Teresita Gómez, una semblanza que se acaba de publicar, potente, que inmortaliza a quien por sí misma ya ha sido majestuosa y memorable.
Robledo recorre el paso de Tere por Bogotá, su detención injusta, la diplomacia en Alemania, los inicios en el zen, los amores, la familia, los estudiantes, en fin, pero, sobre todo, deja muy claro dos cosas: que el piano es como la vida, uno no se puede devolver; y que Teresita seguirá entregada a su música en esta vida, y en las otras que le quedan, porque su música es tremenda e inmortal.