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Los ladridos que Mockus ignoró

Mi sueño aún era tener un humano, que me pusiera una correa para ir al parque y jugar a la pelota allí. Pero pensé que podía prevenir. Improvisé un collar para que creyeran que tenía un hogar y no me llevaran a la perrera.

13 de septiembre de 2024
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  • Los ladridos que Mockus ignoró

Por Sofía Gil Sánchez - @ladelascolumnas

No tengo nombre, los nombres los otorgan los humanos y yo no tengo humano... todavía. Una vez escuché a un hombre llamar la atención de su perro gritando “Max” y me gustó, así que seré Max. Mi vida se basa en recorrer las frías calles de un lugar que llaman Bogotá... perseguir a los humanos de traje o vestidos elegantes esperando que alguno me comparta su comida, o mejor, que quiera llevarme a su casa.

Lo segundo no ha funcionado. No tengo familia. Los perros no somos de manada y preferimos la compañía de otra especie: esa misma que nos está matando. La mayoría de los humanos son amables.

Digo la mayoría porque aún cojeo a causa de la patada que recibí cuando un delicioso olor me guió hasta la puerta de un restaurante. Y porque los perros callejeros escuchamos esas historias acerca de la orden que dio el líder de los humanos (le dicen alcalde): capturarnos a todos. Mi debilitada pata trasera no me ha evitado escapar de los súbditos del líder.

Pero por meses he visto cómo se llevan a muchos conocidos y nunca regresan. No sé a dónde los llevan, aunque he escuchado millones de veces a Gus, un perro viejo que fue abandonado junto a su hermano Milo, relatar la crueldad a la que fue sometido Milo cuando esos hombres lo atraparon. Gus persiguió el vehículo hasta un gran letrero que decía “Centro de Zoonosis de Bogotá”.

Los ladridos desesperados de Milo guiaron a Gus y lo encontró en un pequeño cuarto con cientos de perros. A los pocos segundos sus captores vaciaron sobre ellos baldes de agua. Pensó que tal vez los bañarían y les conseguirían humanos... se alegró por Milo. En cambio, lanzaron varas de metal y luego, con un cable eléctrico, tocaron al primer perro de la fila. El perro aulló de dolor antes de morir. Gus huyó y corrió la voz.

Nos dijo que debíamos ir en contra de nuestros instintos y desconfiar de los humanos. Era difícil de creer... mi sueño aún era tener un humano, que me pusiera una correa para ir al parque y jugar a la pelota allí. Pero pensé que podía prevenir. Improvisé un collar para que creyeran que tenía un hogar y no me llevaran a la perrera.

Después de un tiempo mi estrategia dejó de funcionar. Comenzaron a llevarse a perros que estaban en los patios de sus casas. Parecía que les daban “premios” (tal vez galletas) por recolectar perros. Y querían lograrlo, fueran callejeros o no. Dejé de saludar a los humanos, era muy arriesgado. Me escondí en los callejones y me limité a comer lo que encontraba en la basura.

En octubre (lo reconozco porque los pequeños humanos usan trajes particulares) la pesadilla terminó. Gus, que estaba acostumbrado a ver noticias con sus antiguos dueños, nos contó que el alcalde fue obligado a suspender su estrategia. Y volví a estar tranquilo, a recorrer las calles.

Un día, justo cuando pensé que ya no existían, los hombres me capturaron. No me llevaron a un cuarto lleno de perros ni me mojaron. Me alegré por eso, tanto que les voleé la cola, pero no fue suficiente.

Lo último que vi fue una inyección con un líquido azul. Y cerré los ojos.

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